reo que antes que nada hay que congratularse de que el escenario del Palacio de Bellas Artes regrese a su vocación original, que es el teatro, si recordamos que se inauguró en 1934 con La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón con la compañía que encabezaban María Tereza Montoya y Alfredo Gómez de la Vega, sin contar las importantes escenificaciones que signaron la historia de este arte durante gran parte del siglo pasado. Con el tiempo, y por alguna razón, Bellas Artes ha acogido sólo ópera y conciertos, por lo que muchos piensan que esta debe ser su única función, ignorada la memoria del recinto. El estreno formal de El jardín de los cerezos de Anton Chéjov por la Compañía Nacional de Teatro (CNT) en el remodelado Palacio reviste por todo esto singular importancia, amén de las virtudes mismas del montaje dirigido por Luis de Tavira.
Además de las cartas de Chéjov alusivas a esta obra –y que se publican en el número 10 de Cuadernos de repertorio de la CNT en la versión de Julián de Tavira y Luis de Tavira– y probablemente en mayor medida, la mayor fuente de conocimiento acerca de la intención y desarrollo del texto postrero de Chéjov se encuentra en las memorias de Stanislavsky publicadas bajo el rubro de Mi vida en el arte. Además de lo que concierne a El jardín de los cerezos, el gran innovador del teatro estableció pautas para entender la obra chejoviana y a sus personajes pidiendo que la acción interior y la exterior se fundan en una, quizás lo no dicho en lo dicho
como afirma con toda razón Tavira y que, junto con su concepción de la obra en el transcurso del tiempo es la clave para su montaje.
En sus memorias Stanislavsky da la génesis de algunos personajes, de la obra, sobre todo uno que inquieta por su extravagancia, la institutriz alemana Charlotte inspirada por una institutriz inglesa, igualmente graciosa y alocada, de la casa vecina. Como ella, la mayoría de los personajes se elaboraron en base a algunos reales, por lo que los estratos sociales de la vieja Rusia forman un concierto, a veces contrastante, de ese mundo que desaparece para dar lugar a uno nuevo que según el creador del Teatro de Arte sería el emanado de la revolución, pero que tiene constantes con el nuestro, en donde el dinero priva por encima de todas las consideraciones, y centenarias bellezas se derriban en pos de un feroz urbanismo. Chéjov mira con simpatía a sus personajes, a los indolentes Liuba y Leonid Gaeb, tan acostumbrados al lujo y a ser servidos que ignoran al final al viejo Firs, o a Lopajin con su doble cara de empresario rapaz y de trabajador –el ideal de la nueva burguesía– que se enfrenta a Tropimov, el eterno estudiante incapaz de actuar, y Tavira, en su montaje, logra encontrar esa cuerda humana de cada personaje con toda su ambigüedad.
En la escenografía de Philippe Amand, con el cuarto de los niños, el campo –tomado de una fotografía que aparece en el libro de la CNT– y la estupenda escena de tres planos de interior y exterior de la fiesta, el director logra que se unan la acción interior y la exterior en cada uno de los personajes y se va perfilando lo que puede ser o no el amor de Lopajin (Roberto Soto) por Liuba (la estupenda Julieta Egurrola) en pugna con su codicia, o la apatía de Gaev (Luis Rábago), de la que se deshace tardíamente ante la magnitud de su pérdida. Los silencios y los cambios de actitud y de tono en sus parlamentos, sobre todo por parte de Liuba, logran esa atmósfera aparentemente cotidiana tras la que se esconden pasiones y tristezas. Erica de la Llave como Charlotte hace trucos, pero muestra en algún momento la tristeza del solitario. Ana Ligia García como Varia, oculta tras su eficiencia un amor contrariado, mientras los dos jóvenes, Ania y Trofimov, ven con simbólica esperanza los cambios que se avecinan. Diego Jáuregui es el alcohólico y malicioso Pischik y Héctor Holten, como el administrador de amores contrariados Epijodov, articula la baja en la escala social en donde los domésticos Firs intrepretado por Farnesio de Bernal, Dunyasha encarnada por Gabriela Núñez e Israel Díaz como Yasha también dicen lo que no dicen. El vestuario es de Carlo Demichelis y Elena Gómez Tosasant, la dirección coral y arreglos de Alberto Rosas –también el acordeonista junto a la saxofonista Silvia Rosas– y la coreografía de Juan Luis Vives.