ada vez advierto con mayor claridad que viajar de manera tan compulsiva y frecuente equivale a una adicción. Quizá no tan fuerte como la del cigarro o la heroína, pero una adicción, y aunque la gente que viaja lo suele hacer por trabajo, se necesita ser adicto a los desplazamiento para aceptar esa tarea. Bueno pues, este año hice varios viajes en avión, algunos por la República Mexicana (Guadalajara, Monterrey, Mérida, a Cuernavaca, of all places!, en coche), pero la mayoría intercontinentales, a la India, y a París, a Suiza, a Estados Unidos, a Colombia y la semana pasada a Alemania, donde me quedé solamente cinco días, uno de los cuales lo pasé varada más de 20 horas en el aeropuerto Charles de Gaulle de París. Si a las tribulaciones normales que producen los viajes también normales (empacar, elegir el tipo de ropa, no exagerar el número de prendas, no olvidar el cepillo de dientes ni la pinza de depilar, zapatos cómodos y no de diseñador, algunas cremas, cosméticos y desodorantes, agregamos las molestias de las aduanas: quitarse los sacos, los zapatos, generalmente botas con muchas agujetas, hacer equilibrio para volver a ponérselas y abrocharlas, pasar por el censor y ser detenido porque a una le gusta viajar con aretes, pulseras y collares –vanidad de vanidades, todo es vanidad–, quitarse el reloj, los cinturones (si se usan), soportar los malos tratos con apariencia de amabilidad de los funcionarios aduanales y, en Estados Unidos, dejarse desvestir hasta lo más íntimo –¿pues qué otra cosa son esos rayos X o cómo se llamen que penetran hasta las partes más nobles e íntimas de la anatomía tanto masculina como femenina?
A esas molestias se agrega en muchas épocas las que la meteorología le impone a los pobres viajeros. Si se va a la India en tiempo de monzones, lo más probable es que los aviones no salgan; si se va en invierno, clima más adecuado para los simples mortales que no sean indios, la niebla lo embroma todo y es necesario quedarse en el aeropuerto horas enteras tirado en el suelo porque no hay sillones suficientes, cosa fácil para los nativos de ese lugar –palabra odiosa– porque algo tienen de faquires, pero nosotros, pobres occidentales, no sabemos de esas cosas, y el suelo es duro, tanto como la vida misma. Si se va a Europa en invierno, se corre el riesgo de quedarse atorado en un aeropuerto por las nevadas, basta que haya más de 10 centímetros de nieve para que el aeropuerto se cierre, los sistemas electrónicos se desmayen como damiselas tuberculosas, la gente no encuentre dónde sentarse, ni a quién dirigirse porque la burocracia francesa es a veces peor que la mexicana, aunque parezca mentira.
Tomamos el avión, que de entrada ya tenía dos horas de retraso con lo que perderíamos inexorablemente la conexión de París a Düsseldorf, cosa que sucedió sin remedio, al llegar a París el comandante nos avisó en tres idiomas que permaneciéramos sentados con los cinturones cómodamente abrochados: es imposible aterrizar y debemos dirigirnos a Brest, en Bretaña, ese tierra llamada eufemísticamente Finisterre adonde desembarcaron los ingleses para pelear con los franceses durante la guerra de las Rosas, o los británicos cuando los aliados llegaron para infligir la derrota final a los nazis, ya muy dañados después de su campaña contra Rusia.
La aeromoza nos advierte que París es un caos, que no hay ningún hotel libre, que los salones Vip están colmados, pero la realidad es peor que la ficción: no hay comida, no hay sitio para descansar y muy pronto el aeropuerto se vuelve un inmenso campo de refugiados sin patria y sin espacio. Myriam los fotografía, su posición en los pasillos de la inmensa terminal es grotesca, las parejas duermen abrazadas, las familias se amontonan, y sin quererlo la imagen es la de una tierra baldía donde yacen los cuerpos de los centroamericanos asesinados por los narcotraficantes sin que nadie se preocupe por enterrarlos. ¡Macabro! Por fortuna, la gente sólo duerme.