ablando de larguezas, antes de entrar en materia ofrezco una tardía pero sincera disculpa a Norma Román Calvo y a los creadores escénicos de su obra El largo intermedio, en cartelera, a la que por error rebauticé como El largo interludio. Hecho esto, puedo seguir. En esta época en que la rica tradición de las pastorelas se desperdicia en cuanto a que la lucha del bien contra el mal se prestaría para muchas variantes y en cambio se conservan las ñoñas historias con que se nos intenta evangelizar a los descreídos, Otto Minera tuvo la elegancia de recurrir a un autor tan importante como Thorton Wilder, innovador de la escena de su época, con La larga cena de Navidad que tradujo, adaptó y dirige. De Wilder se han montado en México pocas obras y hace muchas décadas, en 1951 Fernando Wagner dirigió Nuestra ciudad y Juan José Gurrola en 1958, en sus principios del Teatro de Arquitectura, escenificó La piel de nuestros dientes, aunque quizás podamos añadir la versión musical de Hello Dolly que presentó Manolo Fábregas en 1968. Y según Hugo Gutiérrez Vega, Édgar Vivar dirigió la obra que nos ocupa en La Casa del Lago, aunque carezco de mayores datos.
Todos estos antecedentes nos hablan de un autor importante, que vuelve a ser estudiado y escenificado en Estados Unidos y que es prácticamente desconocido entre nosotros, por lo que vale la pena mirarlo con ojos inocentes y encontrar los pros y los contras de este montaje. En primer lugar, habría que preguntarse la razón de las adaptaciones en las que se pretende que la historia ocurra en México cambiando nombres de personas y lugares, familia Balderrama por familia Bayard en este caso, con lo que algunos sucesos como la muerte del joven Manuel pierden su sentido original. Además, esa idea monolítica de lo que es una familia, propia de 1933 –año en que se escribió la obra– poco tiene que ver con las variantes actuales y si bien es muy interesante, más entonces que ahora, una obra sin conflicto y en que los personajes van dando verbalmente el paso del tiempo (la vida como un fluir de las generaciones), los caracteres son tan exasperantemente buenos y amorosos que resultan aburridos en su repetición de los ritos familiares, a excepción quizás del bienvenido desencuentro de Rodrigo con su padre, lo que rompe la monotonía.
A pesar de que se tienen dos casas productoras, Halo Studio y Atracciones Artísticas Contemporáneas (ATRACON), nadie parece haber echado la casa por la ventana en la producción, quizás toda la inversión se fue en la nómina, y las carencias en la escenografía son suplidas por el ingenio de Atenea Chávez y Auda Caraza que comparten con el director el sentido expresionista de obra y montaje: dos grandes cajones a los lados del escenario, uno con volutas deliberadamente infantiles que es el nacimiento –propiciado por un bello ángel moreno– y otro con cortinajes negros que representa la muerte, flanquean la mesa navideña que en su parte frontal es altar de muertos, con vestigios geométricos de arreglos y renovaciones. Minera acentúa lo expresionista y lo mexicano con un par de danzas (Yantú Fonseca en coreografía de Alicia Sánchez) y con los platos con guajolote pintado, y muestra un trazo limpio cuando hay movimiento y buen decir cuando los personajes están sentados, además de que se maquillan y se pintan canas unos a otros o a sí mismos, en la propia mesa, para establecer libremente el paso del tiempo.
Es en este tipo de envejecimientos en donde hay fallas del elenco, porque tres actrices jóvenes o apenas maduras, Marissa Saavedra como Mamá Lola, Margarita González como la prima Ercilia y Victoria Santaella como Lola, se sobreactúan en personajes ancianos. Actrices y actores incorporan con mayor o menor acierto a sus caracteres en el breve tiempo que les corresponde: Lumi Cavazos como Lucía, Carlos Aragón es Rodrigo, Emilio Guerrero como el primo Bracamontes, Arturo Barba como Ángel, Sonia Franco como Dolores, Jannine Derbez como Josefina, David Villegas como Manuel, Sofía Padilla como Lucía, Jorge Luis Moreno como Rodrigo y Aketzali Reséndiz como el ángel, todos en vestuario de Cristina Sauza, excepto el ángel y el bailarín que visten ropas de papel de Humberto Spíndola, también diseñador y realizador de arte.