¿Un asunto personal?
ebí decir hace días algunas palabras a algunos ex alumnos míos de secundaria que ya, supongo todos (en la escuela, que cumplió 25 años, fui profesor por cerca de 10), son adultos. Andaba en otra ciudad y aunque hice el texto no hallé cómo enviarlo. Y casi casi mi intervención se reduciría a aceptar que como maestro de adolescentes, en especial secundarianos, soy malo, pero también a apostar a que lo que en el aula vimos –español, literatura, taller de creación– les había sido útil. Claro que la apuesta tiene fundamentos. No desconozco del todo los caminos que siguieron unos cuantos de ellos. Y sé que en ciertos casos han sido digamos que calurosamente felicitados por su escritura ya en la universidad. Pero es claro, para mí, que eso no lo aprendieron conmigo. Lo que no es dudable es que hayan no aprendido, sino en sí mismos reconocido, el amor a las palabras. ¿Suena exagerado? Tal vez.
Hago un paréntesis. En un camión vacío, un joven se detuvo de pie cerca de mí. Voltee a mirarlo algo extrañado. Se sonrió. Me dijo: “Usted no me recuerda. Yo fui su alumno en Artes Plásticas…” (estudiaba Publicidad, mi materia era Redacción). Claro que no lo recordaba. La clase era de siete a ocho de la mañana y muy pocos, poquísimos, asistían. Quería verlo para agradecerle todo lo que nos enseñó
. No era burla, pero lo parecía. Se lo hice notar. No sabe cómo me arrepiento, ahora que trabajo, de no haber asistido más. Lo poco que aprendí me ha servido de mucho.
¿Hablo insensatamente de mí mismo? Según yo, no. Hablo de que lo que uno transmite en una aparente clase no es tanto lo que presuntamente enseña (por lo demás yo los ponía a escribir, nada más, y hacía observaciones sobre sus textos; carezco de espíritu académico), sino algo que rebasa lo que uno puede voluntariamente transmitir. ¿Y entonces qué?
, pensará alguien. ¿Ahora resulta que tú amas mucho las palabras y que eso es notorísimo para quien te observa?
Decididamente no. Sólo que como quiera, en clases o talleres, logro que los ahí presentes vean que es imposible que no amen las palabras. Nunca se lo dije a ellos, mis entonces alumnos, de la manera que aquí –y en el texto que finalmente no envié– lo digo, pero era y (con las personas que aún trabajo) es: Imagínense mudos. ¿Aman o no aman las palabras? ¿Y no creen, entonces, que debieran cultivar ese amor?