antesco es un adjetivo desgastado, de polvoso prestigio literario y casi siempre mal empleado. Desgraciadamente, bien se puede llamar dantesco al reportaje La ciudad del crimen, de Charles Bowden. Desgraciadamente porque es un literal descenso al Infierno, a escala dantesca, que ocurre ahora mismo en Ciudad Juárez. La lectura que hace de todo lo que ve y oye es un censo no menos preciso que el de Dante, con nombres y apellidos, aunque siempre que puede omite los pecados de los habitantes de este cementerio en llamas, pues lo mismo dan. No pocos muertos en Juárez no dicen su culpa, así que el reportero los presume inocentes. Como quiera, un fiambre es un fiambre.
Un interminable periplo por las calles y ranchos, escenas
de ejecuciones incesantes, o los anfiteatros donde los cadáveres se sientan, dicen su nombre, si lo tienen, y de qué murieron. Bala, casi siempre. Pero también degollados, ahorcados, molidos a golpes. Hay mujeres y niños. Aquí, ser asesinado es parte del hacerse hombre para los jóvenes
.
Aquí, descubre Bowden, sólo los muertos tienen nombre. Sus asesinos y los sobrevivientes no. Lo que va de los reportes forenses a las voces de ultratumba en la Antología griega, Spoon River Anthology, de Edgar Lee Masters; Los poemas de Sidney West, de Juan Gelman; Chetumal Bay Anthology, de Luis Miguel Aguilar. Un coro de zombis se cuela todo el tiempo por el reflexivo relato del reportero que no halla cómo echarles en cara a sus paisanos estadunidenses que la desgracia que transcurre en este lado de la frontera no sólo les incumbe, sino que es su responsabilidad.
Volviendo a lo dantesco, Bowden no cuenta con un buen servicio de Virgilio. A los Virgilios aquí los matan, como a su amigo Armando Rodríguez, reportero de El Diario. Mejor camina solo sobre este campo de exterminio
. Y a ratos le entran ganas de regresarse, como que ya tuvo suficiente. Pero entonces son los vivos los que lo retienen. Pues los verdaderos protagonistas de La ciudad del crimen tienen en común que siguen vivos.
Una es la malhadada Miss Sinaloa. Otro, El Pastor, bizarro fundador de un manicomio de pobres destruidos por la droga y la vida a la intemperie en Juárez, y que se habla con Dios. El único vivo con nombre y apellido es Emilio Gutiérrez, reportero de Ascención, Chihuahua, (uno de los lugares más letales de la República Mexicana), quien está convencido, y Bowden también, de que el Ejército federal quiere matarlo, y por eso huyó a Texas para pedir asilo, y en vez de dárselo lo enterraron en el “american Gulag” para los ilegales.
Cada retazo del reportaje es una denuncia. Contra los policías mexicanos. Contra la discriminación de las autoridades estadunidenses. Contra la inexistencia de fronteras entre el crimen organizado y los cuerpos de orden que lo combaten (soldados, funcionarios, agentes). Contra la inducción de la heroína (Juárez es un picadero mayor del planeta). Contra todo.
Pero la carta más escalofriante de la lotería de Bowden es el Artista del Crimen, como llama al sicario que le cuenta, al detalle, su experiencia. Es el testimonio más extenso, y recorre el libro entero. De inicio, el autor confesaba que no entendería nada si no escuchaba a un asesino hablar de sus acciones y de su vida. Y lo encuentra, oculto en Estados Unidos, arrepentido y hablándose con Dios, claro, esperando a que vengan por él, bien sabe cómo. Es, como Miss Sinaloa, Emilio Gutiérrez o el mismo Bowden, un muerto viviente. Pero él se entrenó para matar en Estados Unidos, como policía. Desde los 19 años era policía en México, y secuestrador. Un día simplemente se quedó de un solo lado, como asesino profesional. Más acá de Dostoievsky.
Adelantos de estas informaciones fueron apareciendo en Harpers, Mother Jones, Orion y otros medios. Revelan hechos muy graves. Sin adjetivos apuntan a la probable existencia de escuadrones de la muerte, o describe operativos militares hechos para encubrir masacres en centros de rehabilitación, por ejemplo (¿tipo Acteal?). Pone en tela de juicio, a fondo, los verdaderos propósitos de la Iniciativa Mérida. Lo publica, y no pasa nada. El gobierno mexicano no escucha ni reacciona, los medios de Estados Unidos van de la simplificación al silencio, y las matanzas, las desapariciones con y sin registro siguen, la vida es fea en Juárez y entonces Charles Bowden se desespera y dice de qué sirve documentar todo esto, tratar de entender la verdad y no convertirse en otra cosa que un blanco más, porque el show y el negocio deben continuar.
Dentro del caudal de libros periodísticos, algunos muy importantes como los de los reporteros de Proceso –contra quienes de pronto se dirigen hoy las batería mediáticas de la guerra
calderonista–, La ciudad del crimen (editorial Grijalbo, 2010, traducción de Jordi Soler) sólo cuenta cómo van la vida y los vivos en medio de toda esa muerte, y demuestra que si no los entendemos, no estamos entendiendo nada.