i uno lo asume en una definición restrictiva, la transición hacia la democracia iniciada en 1977 con la propuesta política planteada por Reyes Heroles en Chilpancingo y acuerpada en la reforma electoral que impulsó López Portillo, culminó en las elecciones de 1997. La alternancia en el gobierno federal en 2000 fue una de las posibles consecuencias de lo ganado a partir de 1997 en un largo proceso zigzagueante. El voto se contó y contó, comenzó a emerger un incipiente sistema de partidos, se inauguró la etapa de gobiernos divididos, ocurrieron alternancias en los poderes ejecutivos estatales, comenzó a reanimarse un cierto grado de equilibrios desde los poderes legislativo y judicial y se ampliaron en general las libertades individuales.
El eje autoritario del viejo régimen, se ha dicho, lo constituyeron la combinación de un hiperpresidencialismo más un partido hegemónico más la interacción entre reglas formales establecidas en la Constitución y las leyes secundarias, y un amplio abanico de reglas informales y facultades metaconstitucionales.
Este eje autoritario paulatinamente debilitando conforme avanzaba la competencia electoral también era el eje de la gobernabilidad del antiguo régimen y se desarticuló sin dar origen a un nuevo arreglo de gobernabilidad. En este sentido me refiero a una transición abortada.
Lo que siguió a partir de 1997 no fue una continuidad bajo la conducción de otro partido. Lo que ha ocurrido ha sido una consistente decadencia donde el centro político se desmadeja, una emancipación gradual y discontinua tanto de las entidades federativas como de franjas de la sociedad al tiempo que opera la colonización de franjas del aparato estatal o de territorio nacional por un sinnúmero de poderes fácticos. Antiguos actores al calor de esta desarticulación se refuncionalizan y comienzan a jugar un nuevo papel aunque con el disfraz antiguo. Pienso en algunas corporaciones sindicales, en la nueva función política de los gobernadores, en la predominancia sin contrapesos de los medios de comunicación y desde luego en el crimen organizado. Todo esto no es continuidad sino un nuevo régimen especial. Silva Herzog lo denominó (1999) la transitocracia y la definió como un sistema político con un amplio pero irresponsable pluralismo en donde los actores políticos adquieren el poder para bloquear las acciones de los adversarios pero carecen de la determinación para actuar en concierto. Enjambre de vetos
. Se trata de un régimen en situación de equilibrio depredador donde cabría un equilibrio que permitiera romper el estancamiento y el deterioro, pero donde la incertidumbre sobre la incertidumbre democrática
–Luis Salazar dixit– los paraliza.
Este régimen especial se sustenta en la idea de elecciones de tipo plebiscitarias donde cada uno de los tres partidos principales aspira a instaurar un gobierno mayoritario y monocolor. Aquí está el germen de la restauración pero también la fuente de la parálisis. El agravamiento de la situación de seguridad pública y de la crisis económica alimenta un ilusión, la idea de que es posible restaurar el régimen autoritario en sus ingredientes centrales: la restricción de la competencia política, la carencia de dispositivos eficaces de moderación institucional, el propósito de la desmovilización social. (Juan Linz, 1975).
El tema central hoy es cómo encarar el pluralismo político y social. Una vía es la restauración que busca cancelarlo. Otra a partir de acuerdos políticos y coaliciones entre fuerzas disímbolas y en muchas aspectos antagónicas.
Por lo pronto hemos pasado del ogro filantrópico que canalizaba los conflictos con un uso de la zanahoria y del garrote, al vampiro desobligado que succiona la savia de la sociedad y del Estado desarticulando y deteriorando sin proveer a cambio al menos protección y atención a sus ciudadanos.
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