Martes 23 de noviembre de 2010, p. 6
Somos los sueños recurrentes de la cama
James Merrill
La luz del día ubica son dureza características individuales o colectivas: la grotescidad, el mal gusto, las imperfecciones corporales, los grados del riesgo. Pero si el día exagera o es clasista o es catastrofista, la noche, más ecuánime, elimina los rasgos defectuosos, matiza las incongruencias, se desentiende de los peligros (ni modo de quedarse siempre en casa, que ésta no es convento o reclusorio), perdona a lo malhecho por dios o por la falta de ejercicio, suaviza lo subalimentado o lo sobrealimentado, le añade pasos de rumba a la excitación. Todo, claro, a partir de cierta hora.
A la noche popular la ocupan los reacios a la seguridad extrema, la sociedad de consumo (sección discothèques burguesas) y la inspección detallada del vestuario ajeno. No todos los participantes carecen de poder adquisitivo, y hay hordas de clase media y se localizan algunos burgueses, pero el común denominador es la sensación constante de límites: Ora regreso hasta la quincena próxima
y la ansiedad por agenciarse algo, lo que sea, de aquí a que se les acabe la juventud. (Y la juventud se les acaba cuando viene a menos la ambición de nunca dormir). Antes, en épocas sin televisión y sin violencia a mitad de la esquina, la noche popular fue requisito –garantía de conciencia urbana y rito de pasaje generacional– de los jóvenes de recursos escasos; hoy es asunto de aquellos tan intrépidos como para anhelar affaires y con personas desconocidas, en los días en que la gente le tiene miedo a experiencias con su propia pareja, no obstante los veinte o treinta años de casados o tal vez por eso.
Geopolítica del relajo y el deseo: la ciudad de México tendrá catorce o veinte millones de habitantes, pero sus ofertas extremas (¡Hartas sensaciones a bajo precio!) no van más allá de dos mil o tres mil cantinas, veintenas de cabarets, con y sin table dance, dos o tres sitios de burlesque, treinta o cuarenta lugares gays, una plaza mariachera... y la demanda de libertades y audacias antes impensables, o antes irrealizables por inconcebibles. A esta geografía del deseo y la avidez podría llamársele nueva noche popular, fechándose su inicio en 1990 o 1991, no a pedido de nadie en rigor, sino a resultas de lo evidente: en comparación al de otras épocas, el público de la medianoche escasea, pero la malicia y el desparpajo extremo sustituyen con creces a la inocencia y la confianza. Nadie se perturba así nomás, ni se escandaliza ante su falta de reacciones escandalizadas. Los sobrevivientes del viaje hacia el fin de la noche quieren acción, y únicamente la cruda o el coraje de haber sido asaltados los conducen a la zona del arrepentimiento. Quién me manda desertar de mi tele.
El show a la antigua se acabó. Ni caso de salir del vientre materno para aburrirse con variantes del teatro frívolo, ellas y ellos allí, nosotros acá sentaditos. Por eso los empresarios acuden a la interacción o como se le diga a la participación vivísima de los asistentes. Quien no se desempeña en algún nivel se siente ante una televisión descompuesta. Las inhibiciones se desmoronan y el qué dirán queda a cargo de tiempos más felices, cuando uno creía importarle a los demás. Y las autoridades, al tanto de que prohibir es centuplicar la conducta censurada, o, versión menos benévola, al tanto de la rentabilidad de la corrupción, dejan que la gente se aproveche de ese espectáculo inconcebible, ellos mismos, más algún estímulo adicional.
El texto de Carlos Monsiváis (1938-2010), aquí reproducido, forma parte del libro Que se abra esa puerta: crónicas y ensayos sobre la diversidad sexual, coeditado por Paidós y Debate Feminista. El título completo es La noche popular: paseos, riesgos, júbilos, necesidades orgánicas, tensiones, especies antiguas y recientes, descargas anímicas en forma de coreografías
, el cual también está incluido en el volumen Apocalipstick, de la autoría del cronista, editado por el sello Debate