e venido comprobando, a través de los últimos tiempos y, debo confesarlo, con una aguda desazón, que muchas personas que fueron o son funcionarios del gobierno del Distrito Federal en las cinco administraciones perredistas hasta el día de hoy (Cárdenas, Robles, López Obrador, Encinas y Ebrard) no han acabado de entender cuál es el verdadero estatuto constitucional de la capital federal y, acaso muy marcados por las difíciles experiencias de gobierno y de oficio que han vivido, tienden con mucha naturalidad a ver en el DF una entidad que, ante todo, necesita ser administrada y controlada muy ejecutivamente, sin entenderse de los complicadísimos problemas de interpretación constitucional que implica su régimen interior y su rol como capital de la República.
Esos problemas no son meramente teóricos o pueden reducirse a simples ocurrencias. Del modo en que los enfoquemos dependerá de que podamos entender con toda claridad el diseño que deberá tener todo intento de reforma política de nuestra entidad capital. No hace mucho, en una entrega anterior, me ocupé de las opiniones negativas de Alejandro Encinas en torno a la municipalización del DF, que él considera absurdas, en una entidad, según su opinión, que requiere, ante todo, ser gobernada unitariamente, desentendiéndose de su democratización. Convertir al DF en un estado de la Federación (que, en realidad, no tenemos por qué buscar convertirlo
, pues ya lo es, en la letra misma de la Constitución), organizado, en su régimen interior, en municipios (como manda el 116 constitucional) y con plenos poderes como entidad federal, les parece un exceso a quienes me he referido.
Yo sé que gobernar quiere decir controlar y resolver problemas y que se trata de una materia de la máxima importancia; pero también estoy convencido de que no se trata sólo de pregonar un buen gobierno cuando la entidad está encapsulada en un estatuto de verdad anómalo y antidemocrático. Si se busca la reforma constitucional del DF no es para dejarlo como está, sólo con una mayor autonomía, sino para darle un régimen de verdad acorde con su estatus de entidad federal, fundadora del Pacto Federal, como lo define el artículo 43 constitucional, con sólo mencionarlo entre las 32 entidades que han constituido la Federación. Se trata de desentrañar y corregir una injusticia que se materializa en el mismo texto constitucional cuando se le define como asiento de los poderes federales.
Creo que está fuera de toda duda la necesidad de que esta enorme entidad sea bien gobernada; pero la pregunta obligada es: ¿es mejor hacerlo como hoy está o gobernarla con un régimen constitucional plenamente reformado? Para entenderlo a cabalidad se tiene que volver, una y otra vez, al contenido de la Carta Magna y examinarlo con todo detenimiento. El artículo 43 comienza diciendo: “Las partes integrantes de la Federación son los estados de…” y, a continuación, enumera a los 31 estados, agregando al final: “… y el Distrito Federal”. Bien interpretado este artículo se puede ver que ya en él hay una discriminación, porque el Distrito no es mencionado entre los estados (debería ir después del estado de Chihuahua), sino que se agrega al final.
Hay que hacer notar que el 43 no está refiriéndose a la integración del territorio nacional, cosa de la que se ocupa el artículo 42, el cual menciona a las entidades federales y luego agrega las islas, la plataforma continental, los zócalos submarinos, las aguas y mares territoriales y el espacio aéreo situado sobre el territorio nacional. El 43 más bien hace mención de las entidades que fundaron originalmente la Federación, que signaron el Pacto Federal que le dio nacimiento y entre las que se encuentra el DF, aunque se le considere como diferente de los estados. Ningún constitucionalista ha podido explicar cómo es que el Distrito es una entidad fundadora de la Federación pero se le pone aparte, al final, entre los estados enumerados como tales.
La razón de esa falta de lógica jurídica en el 43 radica en la letra del 44 que dice: La Ciudad de México es el Distrito Federal, sede de los Poderes de la Unión y Capital de los Estados Unidos Mexicanos. Se compondrá del territorio que actualmente tiene y en el caso de que los poderes federales se trasladen a otro lugar, se erigirá en el Estado del Valle de México con los límites y extensión que le asigne el Congreso General
. Se trata de uno de los artículos más absurdos y mal redactados de la Carta Magna. En primer lugar, llama la atención que haga la distinción entre ser sede de los poderes federales y capital de la República. Si es capital es porque es sede de los poderes y no por otra razón especial.
El gazapo que viene después es de antología: se compondrá del territorio que actualmente tiene, se dice, de forma bastante estúpida y reiterativa, como si pudiera estar compuesto de otra manera. Lo peor, empero, viene enseguida: si los poderes federales se trasladaren a otro lugar, el Distrito se erigirá en el Estado del Valle de México, con los límites y extensión que le asigne el Congreso General
. En la doctrina constitucional, tal y como está enunciada en el artículo 39, el pueblo, reunido en sus comunidades estatales, funda la Federación, como en los Estados Unidos, y no como en Canadá, en donde el poder central funda o concede la calidad de entidad a las diferentes provincias. Si el Distrito es fundador de la Federación, como dice el 43, no se entiende cómo, al devenir estado con toda la barba, es el Congreso General el que le asigna su territorio. Una idiotez en la que pocos han reparado. El DF es una comunidad política original, no un pedazo de tierra.
Ya he explicado a lo largo de 30 años que el que el DF sea asiento de los poderes federales no se opone a su funcionamiento como entidad federal con plenos derechos. Todo es materia de establecer las debidas competencias, como ocurre con las capitales de los estados federados. Y también que una auténtica reforma política implicaría eliminar las llamadas delegaciones o convertirlas en meros órganos administrativos, para dar paso a la municipalización del Distrito. Todo ello, para permitir que se haga una realidad el autogobierno ciudadano y ciudadanos libres como lo son los defeños, autogobernándose, puedan contribuir al buen gobierno de la entidad federal. Los límites de las delegaciones, hay que recordarlo, se trazaron originalmente de la manera más arbitraria imaginable, partiendo y despedazando barrios que, así, perdieron su identidad.
Por todo lo expuesto, me pareció sorprendente y sumamente confusa la posición que mi querido amigo Bernardo Bátiz externó en su artículo del pasado 16 de octubre, cuando habló del DF como una peculiar entidad de la Federación
y, a renglón seguido, lanzó una cacayaca tremenda: Ciertamente no un estado 32, como se pretende por mala información de la teoría del derecho público, sino [sic] la capital de la República federal y sede de los poderes nacionales
. Creo que el que debería informarse
un poco mejor de la teoría del derecho público
es mi amigo, dicho con todo afecto.