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El último suspiro del Conquistador / LX

B

uenos días –exploró una voz mitad medrosa y mitad intimidatoria–. Necesito hablar con el señor Ernesto Andrés Zetina Lorenzo para efectos de una comunicación oficial y confidencial. ¿Es usted?

El tono de solemnidad del tipo en la pantalla resultaba ominoso. Andrés sintió cierta inquietud, pero se calmó pensando que no debía nada ni tenía cuentas pendientes con la policía.

–Sí.

–¿Podría mostrarme una identificación en pantalla?

Eso lo alarmó. Tomó su carta de identidad universal y la mostró a la cámara.

–Señor, lamento ser el conducto de malas noticias...

–¿Qué pasó? –gritó Andrés.

–Hubo un... hubo un fallo en el sistema de guiado de caida libre...

Andrés escuchó, con una sensación de lejanía, el relato escueto y solemne: una vez que Jacinta saltó del avión, se descompuso el aparato de guiado que debía conducirla a una zambullida en un lago, y la llevó a estrellarse en las rocas de la orilla. La empresa lamentaba profundamente el trágico suceso y le ofrecía la asistencia necesaria para los trámites correspondientes a la recuperación del cuerpo y para el cobro del seguro.

* * *

–¡Ay, por el amor de Dios! –rugió Andrés, al comprender lo que Jacinta proponía. Los demás se quedaron paralizados en sus sitios, menos la doctora Contreras.

–Usted está loca –dijo ésta con voz gélida–. Salga inmediatamente de mi laboratorio y no vuelva a aparecerse por aquí.

–Doctora, ¿podría venir conmigo un momentito? –le rogó Manuel, con una voz suave pero firme, mientras la tomaba del brazo y la conducía hacia afuera del laboratorio–. Con su permiso –musitó, dirigéndose a los demás, cuando ambos franquearon la puerta.

Los que se quedaron adentro permanecieron callados. El único que se movía era Andrés, quien caminaba a grandes zancadas de un extremo a otro del recinto y se presionaba la cabeza con las manos, como si quisiera impedir que le reventara. Al cabo de unos momentos, Tomás, dirigiéndose a Jacinta, rompió el silencio:

–¿Qué le pasó a tu mamá?

–Está descerebrada –respondió Jacinta con un hilo de voz–. Tuvo un derrame y su cabeza ya no responde.

–¿Y su cuerpo? ¿Está bien? –inquirió el hombre.

–Viejo, pero conservado –dijo ella, mientras se tragaba un sollozo.

El maya antiquísimo se quedó pensativo por un momento. Se había prometido devolver a su Señor al mundo de los vivos, y cuando lo intentó, cuatrocientos años atrás, el Conquistador había reaccionado con una ingratitud extrema que ofendió a Tomás, y también con una furia que lo asustó. Extrajo el ánima vociferante del cuerpo en el que la había introducido, la devolvió a un frasco y la dejó allí, durante varios siglos –mientras él mismo, sus hijos adoptivos, y el sirviente Garcí, se preservaban unos a otros y se trasplantaban de uno a otro cuerpo–, sin tener claro qué hacer con ella, ni cuándo. Pero una joven estudiante le había robado el recipiente y Tomás concluyó que no debía dejar pasar mucho tiempo más antes de saldar aquella responsabilidad en forma definitiva. Esperó a una nueva transmutación, sus hombres se hicieron con el organismo de un individuo que se había quedado en estado de muerte cerebral en un hospital de Comitán, fue aposentado en ese nuevo cuerpo, y partió en busca de Jacinta, acompañado de Garcí, quien desde hacía décadas habitaba en la carne de un turista coreano que se había perdido en la selva. Ahora, pensó, tenía la oportunidad de deshacerse de una vez por todas de esa carga, y si a don Hernando no le gustaba su nuevo cuerpo, ya sería su problema.

Foto
El último retoque de Christiane Michaud, en http://bit.ly/9RHxKV

–Llévanos a donde se encuentra el cuerpo sin alma de tu madre –pidió a Jacinta.

* * *

En el pasillo, fuera del laboratorio, la doctora Contreras estaba frenética y empezó a gritar:

–¡Esto es una traición, colega! ¡Una traición! ¿Cómo puede usted permitir que esa muchacha nos deje sin el objeto de estudio? ¿No se da cuenta de la relevancia de esta investigación? ¡Usted está traicionando a la ciencia! ¡Y me está traicionando a mí!

No había terminado de proferir la última exclamación cuando cayó en la cuenta de sus implicaciones. Calló de golpe, la cara se le puso roja como la salsa catsup y no pudo evitar que los ojos se le llenaran de lágrimas por la vergüenza, por el enojo y por lo que había percibido como muestra de infidelidad: a fin de cuentas, y por lo que al frasco se refería, Manuel había optado por Jacinta.

El viejo científico, por su parte, soportó la andandada con los ojos semicerrados y una sonrisa burlona. Pero cuando observó el quiebre de la doctora Contreras, decidió aprovechar aquel instante de debilidad, el punto débil en la armadura de ella. Se le acercó, la tomó por los hombros, le plantó un beso en la boca y trató de meter la lengua en su boca.

La doctora Contreras apretó los dientes, abrió mucho los ojos y se apartó con violencia de Manuel, justo para hacer entre ambos el espacio necesario para que su mano abierta volara al rostro de él. La cachetada resonó en el pasillo y los lentes del científico salieron volando.

Por un momento, Manuel permaneció aturdido, despeinado y prácticamente ciego, sin saber qué hacer. Al verlo en semejante estado de indefensión, la científica experimentó una mezcla de remordimiento y de ternura. Recapacitó por un instante y luego se acercó a él y lo abrazó. Manuel, sin rencor, correspondió al movimiento corporal, apoyó su mejilla en la cabeza de ella y con una mano le acarició el pelo. Sus caras se buscaron despacio y cuando se encontraron de frente se dieron un beso lento, lento, tan lento que seguían besándose cuando los que se habían quedado en el laboratorio salieron casi en tropel. Jacinta observó de un golpe a la pareja y sintió una punzada de celos: ¿Qué hacía aquel hombre, que de súbito se había convertido para ella en una figura paterna, besándose con esa bruja?

La doctora Contreras se zafó con brusquedad del abrazo de Manuel. Éste trató de distinguir a los bultos a su alrededor pero no lo consiguió.

–Ah, chingá: mis lentes...

Varios de los bultos se inclinaron al suelo, husmearon en torno a él y poco después uno de ellos se incorporó, se aproximó y puso en sus manos los anteojos perdidos. Manuel se los calzó sobre al nariz y recuperó la visión del mundo. Volteó la cabeza a uno y otro lado, buscando a la doctora Contreras, y cuando la ubicó, se acercó a ella, le pasó un brazo por la cintura, la atrajo hacia sí con toda la fuerza de que fue capaz, y preguntó al grupo:

–¿Qué? ¿Ya nos vamos?

–Nos vamos –replicó Tomás, quien llevaba entre las manos el frasco, e iba flanqueado por Andrés y por Garcí– Dice Jacinta que el hospital donde se encuentra su mamá está a unos cuarenta minutos de aquí, y debemos apresurarnos.

–¿Pero cómo van a...? –quiso preguntar la doctora Contreras, pero su colega le plantó un beso en el cuello, ella se revolvió en su eje y ya no terminó la pregunta.

(Continuará)