unque con dificultades crecientes, en América Latina la izquierda sigue ganando elecciones y sobreviviendo a sus desafíos. El pasado 26 de septiembre, en los comicios para elegir diputados a la Asamblea Nacional, el partido de Chávez y sus aliados obtuvieron 98 escaños, contra 65 que alcanzó la coalición opositora. En Brasil, el 3 de octubre, la candidata oficialista a la presidencia, Dilma Rouseff, triunfó en la primera vuelta, pero necesitará medir fuerzas en la segunda con José Serra. En Ecuador, el 30 de septiembre, Rafael Correa sobrevivió a una sublevación de una parte de la policía y del Ejército.
En la década de 1980, América Latina salió de la noche de las dictaduras militares y la represión, con la esperanza de que la democracia traería la justicia social. No fue así. Obligados a acatar las medidas del consenso de Washington, los gobiernos en turno remataron los bienes públicos en ventas de garaje, principalmente al capital español. Insertos, débil y mal, en el capitalismo globalizado, los países del área se dividieron entre una pequeña elite beneficiada y amplios sectores de la población que quedaron fuera de sus beneficios.
Las políticas de ajuste y estabilización castigaron con severidad a los sectores más vulnerables. El empleo creció de modo muy insuficiente. Los trabajadores del sector público fueron reajustados. La mano de obra de la región se enfrentó a la doble desventaja de ser más cara que la de China y menos educada que la de los países de Europa del este. Se impuso el reino de la informalidad económica. Sin redes de seguridad social relevantes ni seguro del desempleo, la pobreza creció dramáticamente.
El abandono de las funciones redistributivas y asistenciales del Estado, y la erosión de la figura del viejo Estado-nación, ocasionaron que la identidad nacional de muchos sectores populares se disociara del Estado. Los partidos políticos tradicionales entraron en crisis. Vertiginosamente, las nuevas clases políticas de se hicieron viejas.
A lo largo de casi dos décadas las movilizaciones populares en el continente, muchas de ellas indígenas, fueron incesantes. Derrocaron cuatro presidentes en Argentina, tres en Ecuador, uno en cada uno de Venezuela, Brasil, Colombia y Perú. Cuestionaron la hegemonía estadunidense en la región. Frenaron la privatización de las empresas públicas y de los recursos naturales. Construyeron un nuevo sentido común. La fuerza integradora de la vieja identidad nacional se reformuló ante el empuje de las reivindicaciones étnicas y regionales, que convocan y suman a los excluidos.
En ese contexto llegó la hora del poder para otra izquierda. En mucho, los candidatos de centro-izquierda que ganaron elecciones en América Latina triunfaron gracias a la correlación de fuerzas que estos movimientos sociales crearon. Antes del triunfo electoral se había producido ya una victoria cultural.
En Venezuela, Bolivia y Ecuador se eligieron asambleas constituyentes y aprobaron nuevas constituciones, expresión de un nuevo pacto social. El resultado final es un marco jurídico muy avanzado, en el que se reconocen derechos en serio y se crean condiciones para avanzar hacia una democracia radical y la descolonización de los estados.
Estos gobiernos progresistas han impulsado un proceso de reconstrucción de la arquitectura del poder y la geopolítica en la región. Hay en el continente una redefinición profunda de las relaciones y la inserción con Estados Unidos y los organismos financieros multilaterales, que se expresa tanto en el rechazo de las políticas de la Casa Blanca como en el surgimiento de un nuevo tejido institucional para favorecer la integración regional. El Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA) fue torpedeada, y en Ecuador no se renovó el contrato para que el ejército de Estados Unidos utilizara la base militar de Manta. También a contracorriente de Washington, la solidaridad con Cuba y las relaciones diplomáticas activas con Irán han sido una constante. La inversión china ha crecido vertiginosamente.
Elemento central de esta redefinición es la reivindicación soberana sobre los recursos naturales, que ha implicado grandes conflictos y negociaciones con trasnacionales petroleras. Los estados tienen hoy mayor control sobre los recursos naturales, y mayor participación en la renta petrolera y minera. Sin embargo, diversas organizaciones sociales y pueblos indígenas han criticado que estos gobiernos mantengan a sus países como productores y exportadores de materias primas, y favorezcan la explotación de éstas sobre la base de un modelo extractivista
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Aupados por la bonanza internacional en el precio de las materias primas, varios gobiernos progresistas de la región han obtenido importantes recursos económicos. Con ellos han emprendido ambiciosos programas de inversión social y combate a la pobreza. Durante los dos gobiernos de Lula, en Brasil, casi 30 millones de personas emigraron de la pobreza a las clases medias. Su programa Bolsa Familia llega a 50 millones de pobres, uno de cada tres brasileños. En Venezuela, entre 1999 y 2009, 60 por ciento de los ingresos fiscales se dedicaron a la inversión social; el índice de pobreza disminuyó de 49 a 24 por ciento, y el de pobreza extrema de 29.8 a 7.2.
Este incremento en los programas sociales no ha significado que los ingresos de una parte de las elites económicas hayan disminuido. Por el contrario, se han incrementado.
La transformación social en curso en América Latina no ha arrojado aún resultados definitivos. Es una moneda en el aire. Los estados, la integración regional y las políticas de desarrollo son terreno de disputa entre los distintos actores. Los movimientos populares y los gobiernos progresistas mantienen relaciones complejas y, en ocasiones, difíciles, cuando no abiertamente encontradas. Las aguas del cambio están revueltas y durante los próximos años no se tranquilizarán.