os desastres producidos por la naturaleza siembran retos. Cuando las catástrofes conllevan muertos, sobre todo inocentes, las afrentas calan hondo y exigen cuestionar y cuestionarse. La ira de la naturaleza
y sus destrozos no dependen de la voluntad de nuestra especie. Haití, los pobres de Veracruz y de Oaxaca o los paquistaníes, son, entre demasiados otros
, ejemplos vivos del contubernio no escrito entre la ira de la naturaleza
y el despiadado olvido en el que perviven regados por todo el mundo millones de personas.
Los daños producidos por las enfermedades, sobre todo, cuando son niños y niñas los afectados, son motivo de introspección, no sólo por el dolor que produce vivir el dolor de los hijos, sino porque su corta edad supone alegría, continuidad y futuro. Las patologías de los hijos golpean duro. Las enfermedades, sobre todo las crónicas, las que pisotean la existencia y amenazan la vida son fuente de desasosiego. Las palabras para describir lo que significa vivir la muerte de un hijo siempre son insuficientes. Las palabras para describir la pérdida de un hijo por ser pobre son precisas: amoralidad, humillación y atropello a los derechos humanos. Cuando son pobres los niños que mueren precisamente por haber nacido pobres el silencio es imposible.
México es un país brutalmente injusto. Denominadores comunes en toda la República son pobreza, insalubridad y desnutrición. Los niños que tienen cáncer y que no cuentan con la protección de su país son el culmen de esa injusticia. El derecho a la salud de la población no es retórica, es una obligación que toda nación debe proveer. Los cánceres de los pequeños que obligan a sus familiares a migrar al Distrito Federal en busca de una oportunidad para sus vástagos, retratan, además de la injusticia, la falta de compromiso y la distribución inadecuada de recursos en muchos ámbitos del país. Por fortuna, la conciencia de algunas personas se estremece ante las miradas de los pequeños asediados por cáncer y estrangulados por pobreza. Casa de la Amistad para Niños con Cáncer es ejemplo de esa conciencia y de esas miradas. La casa toca lo que mira.
Casa de la Amistad es un refugio bienhechor erigido gracias al espíritu de algunos seres humanos. Muchas son las motivaciones de esa morada. Destaca la vida enferma de otro, de un otro lejano y desconocido que siempre puede ser uno mismo o un yo vecino y cercano. Si hubiese que hurgar en las razones de la casa, habría que repetir que las paredes de ese lugar están revestidas por ladrillos cuyo polvo mezcla enfermedad, pobreza e infancia. Ensamblar esos ladrillos ha sido faena de la casa. Entre ladrillo y ladrillo, entre la voz de un niño y la escucha de otro, entre las palabras de los padres y la filosofía de quienes trabajan y sostienen la casa se escribe la moral de ese hogar.
Los ladrillos con los que se construyen las paredes de Casa de la Amistad son diversos. Destacan la vida del otro como si fuese un poco la de uno; la enfermedad del innominado como si la ausencia de su nombre fuese el de los hijos y la de la pobreza de quienes no pueden acceder al torrente de la vida como ofensa contra la moral propia. La casa, al igual que la pobreza y las enfermedades, carece de límites. Las ambiciones de ese hábitat son enormes. Lo mismo sucede con las necesidades. Fomentar el altruismo es la única vía para sostener el espíritu de esa labor.
Con los pobres haitianos, mexicanos o paquistaníes y con las víctimas de otras catástrofes producidas por la naturaleza las naciones suelen ser bondadosas. No sólo por el dolor que evocan las imágenes de cadáveres anónimos cuando son arrastrados por excavadoras a fosas comunes, sino porque hay principios humanos que no pueden ser enterrados sin que la ética cuestione las razones y las obligaciones de nuestra especie. Con los niños enfermos de cáncer, los encargados de las habitaciones de la casa han pavimentado la existencia de los pequeños con dignidad, cariño y compromiso. Por fortuna, han conseguido, en muchos casos, reintegrarlos, a ellos y a sus padres, al torrente de la vida.
El dolor, la falta de esperanza y el olvido son fragmentos consustanciales de las vidas de esos pequeños. Humillación es una palabra terrible que resume esos tropiezos. Humillación es lo que viven los padres por carecer de los instrumentos para detener la destrucción que sufren sus hijos cuando el binomio cáncer y pobreza aparece en sus vidas. El triunfo de Casa de la Amistad radica en deshacer ese binomio. Cada niño que cura es un logro inmenso; cada niño que regresa a las calles de la vida es un nuevo proyecto. Las armas de la casa, trabajo, filantropía y humanismo, son admirables: salvan vidas. Fomentar el altruismo es la única forma para dotar de nuevos cartuchos a quienes se ocupan de niños enfermos.
El altruismo deber ser permanente. No se debe ser generoso solamente cuando la naturaleza expone las cojeras del ser humano o cuando las enfermedades de los niños muestran las peores caras de los seres humanos. En ambos panoramas el altruismo y el compromiso ético deben caminar de las mismas manos.
Casa de la Amistad es una morada magnífica. En sus cuartos la derrota de los otros
se detiene y el mal del olvido se combate. En sus paredes las palabras de los otros
nutren con historias de dolor, y con historias de alegría, La Voz, la magnífica revista de la casa. Leer esas narraciones cala hondo. Leerlas y vivirlas nutre, inquieta, desacomoda.
*Fragmentos del texto leído durante la presentación del libro conmemorativo de los 20 años de la Casa de la Amistad para Niños con Cáncer IAP, magnífica, admirable y singular morada, donde, gracias al altruismo, algunos niños y niñas pobres, afectados por cáncer, curan y regresan a la vida.