a familia De Buen ha estado siempre vinculada a la universidad. El fundador de la dinastía intelectual, mi abuelo Odón de Buen y del Cos, nacido en Zuera, al lado de Zaragoza, no tenía antecedentes académicos. Si no recuerdo mal, su padre, mi bisabuelo, era sastre. Pero Odón fue un alumno brillante y Zuera lo becó para que estudiara en Madrid ciencias naturales. Fue el primero y mejor oceanógrafo de España, y tal vez me quede corto.
Sus seis hijos: Demófilo, Rafael, Sadí, Fernando, Eliseo y Víctor fueron esencialmente universitarios. La generación siguiente, la mía, siguió los mismos pasos, que no fueron tan fáciles porque se produjo la Guerra Civil y el exilio, con todas las carencias que ello supone.
A mi padre, muy distinguido jurista especializado en derecho civil, muy pronto lo incorporaron a la Escuela Nacional de Jurisprudencia, donde formó parte del grupo de extraordinarios catedráticos españoles refugiados que la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) recibió con los brazos abiertos. Se encontraron, allí, en su propia casa.
Los catedráticos juristas de nuestra escuela fueron numerosos e importantes. Gracias a la UNAM pudieron regresar a la cátedra suspendida por la guerra. En la entrada de mi Facultad de Derecho hay un cuadro en el que aparecen sus nombres.
Muchos de ellos fueron mis maestros: Luis Recaséns Siches, Manuel M. Pedroso, Niceto Alcalá-Zamora, Joaquín Rodríguez y Rodríguez, Felipe Sánchez Román y Javier Elola.
En el doctorado se agregó a la lista Mariano Ruiz Funes. Reconozco que siempre procuré que en cada año de mi carrera hubiera un profesor español.
Uno de mis recuerdos más importantes corresponde al día, no sé si 3 de abril de 1941 –aniversario de la boda de mis padres–, en que habiendo comido en el Majestic mi padre nos llevó a conocer la Escuela Nacional de Jurisprudencia, en las calles de San Ildefonso. Cuando entré y conocí su patio extenso, sus aulas diversas, entre ellas la Jacinto Pallares, en las que algunos años después presentaría mi examen profesional, mi emoción fue notable.
Ciertamente, la generación de profesores españoles en la UNAM, y no sólo en derecho, fue excepcional y sin duda contribuyó a elevar su nivel académico. En derecho, por iniciativa de Niceto Alcalá-Zamora, se creó el doctorado, y don Felipe Sánchez Román fue el primer director del Instituto de Derecho Comparado, hoy de Investigaciones Jurídicas, en el que Javier Elola desempeñó, con enormes resultados, la función de secretario. A él le debo haberme incorporado al instituto para hacer reseñas de libros y revistas, lo que ayudó no poco a mi formación jurídica.
Soy profesor de la Facultad de Derecho desde el primero de mayo de 1953 (fecha en la que seguramente no hubo clases, pero aparece en mi expediente), y no concebiría mi vida desvinculado de la UNAM.
Inicié mis clases en San Ildefonso, pero inauguré también los cursos en Ciudad Universitaria. He vivido el crecimiento de la UNAM. Me siento parte de ella.
Celebrar ahora su centenario me ha causado gran emoción. Participé en la ceremonia celebrada en el edificio de Justo Sierra, desfilando antes desde el Zócalo, que fue siempre mi ruta personal para ir y salir de la escuela que después se convirtió en facultad.
No he sido el único De Buen universitario. Odón y Jorge, mis hermanos, también. Y Sadí y Oscar, médico e ingeniero civil de fama más que merecida, son o fueron profesores de la UNAM. No son los únicos. Me parece que Mari Carmen y Ana María de Buen también han estado o están vinculadas a la Universidad.
La generación siguiente, la cuarta, sigue los mismos pasos. Es una herencia de la que todos nos sentimos orgullosos.
Por supuesto que para la UNAM no guardamos sólo amor y respeto, sino también un agradecimiento absoluto.