Sábado 11 de septiembre de 2010, p. a16
El cielo está llorando/ puedes ver las lágrimas que ruedan calle abajo/ el cielo llora/ mira las gotas que ruedan/ tengo un mal, muy mal presagio:/ se me figura que mi amada ya no me ama/ El cielo llora, ¿sabes?/ llora intenso/ puedes ver las gotas que ruedan bajo mi nariz
Y entonces el poeta se rompe el alma en un riff de arrebato y pasión sinfín. Stevie Ray Vaughan enarbola la poesía de Elmore James, su rola egregia The Sky is Crying, ese summun de la poesía del blues, ese equivalente de los versos de Paul Verlaine: il pleure dans mon coeur/ comme il pleut sur la ville (Llora en mi corazón/ como llueve en la ciudad), ese espejo contemporáneo del mismísimo Sturm und Drang y del romanticismo alemán.
Stevie Ray Vaughan es de esos seres que responden al llamado de Jeanne Moreau cuando enunció así su encanto: siento debilidad por los hombres devorados por la pasión
.
Muerto joven, su inmortalidad se torna monumento invisible: montañas de riffs, arrebatos repentistas en poesía sonante y constante, suma de virtudes que lo erigen, sin hipérbole, como uno de los más grandes guitarristas de blues y rock de la historia entera de esos géneros.
Su vida fue una novela. Su rumbo, inequívoco: la música. Sus maestros: su hermano mayor, pero sobre todo los discos que le puso al alcance ese hermano mayor, que fue su segundo padre: Albert King, Howlin’ Wolf y Muddy Waters. Y así a los ocho años ya colgaba de su cuello una guitarra y esa era su armadura brillante, como la del joven Lancelot, y la hacía gemir a coro con sus cuitas.
La jornada del 26 de agosto de 1990 es efeméride y tragedia: se juntaron Dios, es decir Eric Clapton, Buddy Guy y otros maestros cantores para un torneo entre caballeros, una cumbre blusera en Alpine Valley, Winsconsin. El concierto lo recuerdan quienes lo vivieron como una impronta, una llamarada que jamás se apagará mientras subsistan: Stevie Ray Vaughan fue proclamado vencedor en esa justa sincera: Eric Clapton humildemente hizo una reverencia al joven maestro de 36 años y abandonó el escenario; Buddy Guy simplemente se quedó cual estatua sonriente, inmóvil, su guitarra muda. El joven Lancelot enarboló su pica, hizo relinchar a su caballo albo y dejó boquiabierta a la multitud porque todo eso sonaba: el arma alargada, su cabellera al vuelo, la velocidad de sus notas, casi a cámara lenta pero en realidad a velocidad de ráfaga como el colibrí que vuela tan rápido que parece que no se mueve.
Todo era fiesta, risas, feliz jolgorio. Llegaron helicópteros para transportar a técnicos, ingenieros, ujieres y músicos de regreso a Chicago. Subió Vaughan a un helicóptero e invitó a su querido amigo Eric Clapton a volar junto a él, pero en eso sobrevoló un ave anunciando una tormenta y Dios, es decir Eric Clapton, no quiso ir con Vaughan. Ve con Dios, le dijo.
Neblina casi morada. Casi nula visibilidad. Mal tiempo. El helicóptero se hizo añicos en tierra. Nadie sobrevivió. No me tocaba, dijo Dios, es decir Eric Clapton.
Pero esa historia ya es añeja. La novedad consiste en que el sello Epic Legacy acaba de poner en la mesa de novedades discográficas una versión remasterizada y en álbum doble de una grabación fundamental de Stevie Ray Vaughan con su banda Double Trouble: Couldn’t Stand the Wheater, título por cierto que ahora suena premonitorio, aunque fue grabado seis años antes del deceso, porque a bordo de un helicóptero Stevie no pudo con el clima (Couldn’t Stand the Wheater) y en cambio Dios, es decir Eric Clapton, sí salvó la vida.
El primero de los dos discos de este álbum fabuloso contiene la grabación original, ahora remasterizada, más ¡11 inéditos! El segundo es el concierto que ofreció Vaughan con su banda Pedodoble (Doubletrouble, jeje) en Montreal, el 17 de agosto de 1984, un año después de que ya había pasado a la historia con su debut: el disco extraordinario Texas Flood.
He aquí el monumento invisible que hace de Stevie Ray Vaughan un héroe inmortal: ráfagas de fuego a toda velocidad combinadas con cascadas lentas, lentas, lentas, como laberintos de cristal, arpegios tan sublimes como el pasaje más intenso de un adagio mahleriano.
Desde las alturas, donde nace la cascada, Stevie Ray Vaughan sonríe mientras sostiene por encima de su larga cabellera una espada de ángel que domina el arte de la guerra: su guitarra, que gime gentilmente.