ntre las muchas amnesias que la crisis global reveló, está la de la importancia central del Estado como regulador o interventor de la economía. Más allá de la histeria de la hora actual, focalizada en el déficit fiscal monumental en que han incurrido los países ricos, sigue viva la experiencia de los últimos dos años y pocos se atreven a negar que sin la intervención mayúscula de los gobiernos en las economías la caída hubiera sido catastrófica; no sólo caída libre
, como la llamara Joseph Stiglitz en su libro más reciente (editado por Tusquets), sino abismal.
Pocos, menos que los ultralibertarios que llaman a las armas contra el Estado, se atreverían hoy a rechazar que la ausencia del Estado como regulador y monitor del desempeño económico y, en especial, de las finanzas, explica en buena medida el rigor y la fiereza con que la crisis arremetió contra la planta productiva, el sistema financiero y los mercados laborales, hasta devastarlos como en Irlanda, Grecia, Islandia y en parte en España, o someterlos a cadencias y desempeños adversos al bienestar y las expectativas de inversionistas y ciudadanos en general. La vuelta de Leviatán, de la que habla con alarma The Economist, más que un peligro puede significar un saludable ajuste estructural del propio capitalismo.
Los rescates y las acciones fiscales y monetarias dirigidas a cortarle las uñas al ciclo económico se desplegaron urbi et orbi, de Washington y Nueva York a Berlín, París y Beijing, tocando base incluso en Brasilia y Santiago de Chile, otrora ejemplo de buena conducta neoliberal. En medida variable, todo este abanico de intervenciones salvadoras contribuyeron a evitar, por ahora, que el mundo se sumiera en una auténtica gran depresión
; es por eso que se prefiere hablar de una gran recesión
, sin par desde la segunda posguerra, pero aún lejos de los escenarios apocalípticos de los años treinta del siglo XX.
Puede decirse que, a pesar de todo, la humanidad económica y política del presente algo aprendió de sus errores del pasado, aunque de nuevo se empeñe en repetir algunos que la pueden sumir en horrores inéditos si el delicado mecanismo de relojería que es la economía global se va por la senda equivocada. Perder el rumbo abierto por la tormenta casi perfecta de los dos años recientes, sigue siendo un acontecimiento cercano.
La recuperación es incierta, nos advierte nada menos que el responsable de la certidumbre financiera de Estados Unidos, quien además es un reconocido estudioso de las crisis económicas. Y en consecuencia, con su anuncio de inicios de la semana, las bolsas de valores del mundo se caen y muchos de sus clientes emprenden otro viaje a la calidad
y compran valores gubernamentales estadunidenses por lo pronto no pagan nada.
Por su parte, China registra un leve descenso en su ritmo de crecimiento que parece suficiente para ahondar el desaliento y la incertidumbre globales, a la vez que para recordarle al mundo que, con todo su tamaño y dinamismo, el reino del medio
no puede ser, aún, el motor de la recuperación mundial. Puede estimular dinámicas e ilusiones en países en desarrollo, como Chile, Brasil o Perú, pero aún acompañada por India no puede convertirse en la palanca principal de la reanimación mundial.
En alto contraste con lo señalado al principio, México dio cuenta de la decadencia de su Estado que le aflige desde fines del siglo pasado, así como de la corrosión de sus reflejos, otrora instalados sobre todo en el sector público, frente a la adversidad política o económica internacional o las veleidades internas de su acuerdo social y político-económico. La política económica hizo mutis a todo lo largo del año terrible de 2009 y todo parece indicar que esa va a ser la postura que el gobierno proponga adoptar para el que viene. 2010 no fue mucho más que un triste reflejo del anterior, apenas alterado por los veranillos de una recuperación americana que no llegó para quedarse.
Nuestra discusión se complica y vuelve confusa porque no puede centrarse en la delimitación de las esferas de acción para la empresa privada y el Estado. Es la ausencia de este último, o su amnesia, la que tiene que subsanarse. Se trata de una operación política mayor que urge emprender y que pasa, guste o no a los neopolitólogos, por la refundación del pacto republicano. Ojala y en su próximo periodo de sesiones, y al calor de la discusión constitucional de los impuestos y los gastos, el Congreso asuma de una vez por todas esta responsabilidad a la que el Ejecutivo ha renunciado.