unque hay pocos, es fácil toparse con practicantes de la religión jainita en la India. Disidentes del hinduismo como los budistas, descreen de los dioses y de los libros sagrados, y la mayoría de sus miembros pertenece a la segunda casta, la de los guerreros. Sus templos, dispersos por todo el país: cerca de Benares, en Sarnath, sitio sagrado del budismo, lugar de nacimiento del profeta; también en Kurajaho, hermoso poblado campesino donde numerosos templos hinduistas con esculturas eróticas se ofrecen a la vista y, de repente, en medio de ellos, un sobrio y pequeño templo de mármol jainita ostentando púdicos desnudos. Estuve asimismo en Sravanabenagola, estado de Karnataka; encima de una altísima montaña se alza una estatua desnuda de más de 27 metros de altura esculpida en un solo bloque de granito. En Calcuta, varios templos, uno perfectamente kitsch del siglo XIX, piso de mosaico florentino (quizá), lámparas de delicado cristal belga art nouveau, altares y columnas garigoleadas, fachada cuyo pórtico pintado en lila y verde acentúa lo romántico como las estatuas que amenizan el espacio exterior, mal avenidas con un recinto sagrado cuyos monjes renuncian a los bienes terrenales.
El colmo de la belleza y la ostentación, el gran templo de Ranakpur, en el Rajastán, con sus mil 444 columnas todas diferentes y primorosamente labradas, varias cúpulas igualmente trabajadas y estatuas desnudas de relumbrantes ojos negros y adornos dorados. La pobreza extrema de sus santones contrasta con la ostentación: “sí, no hacen mal a nadie –me explica un guía musulmán en Kajuraho–, pero qué buenos para hacer dinero”.
Hay dos sectas, los Dijambara, los desnudos (comen una vez al día) y los Svetambara con breves ropajes de algodón blanco (comen tres veces al día): estar desnudo es liberarse de la vergüenza y del sexo, aunque la salvación esté reservada a los hombres: una sociedad como la india jamás toleraría que las mujeres paseasen desnudas por calles y caminos; además, bien lo sabemos, las mujeres son impuras, por lo menos una vez al mes, por lo que sólo si llegaran a rencarnar como varones podrían alcanzar el nirvana.
Por las escaleras escarpadas que bordean las cuevas de Ellora, un grupo de creyentes camina barriendo el suelo, para no lastimar a ningún ser vivo; una mordaza les cubre las bocas, evitan así que algún insecto penetre en ellas.
En el hermoso mercado de Jodhpur, un almacén jainita atendido por un abuelo, un padre y su hijo: lugar atestado de objetos polvorientos de todo tipo, algunos muy bellos. El nieto explica que los seguidores de esa religión son vegetarianos, aunque no pueden consumir vegetales que tengan raíz en la tierra: papas, ajo, cebolla, zanahorias, rábanos, camotes, nabos; sin embargo, pueden usar rizomas como el jengibre y la cúrcuma: se cree que los vegetales prohibidos contienen mayor número de bacterias que los demás, y por tanto más vida susceptible de destruirse. Antes de despedirnos, comenta nuestro nuevo amigo: uno de mis deberes como jainita es privarme de algo que me guste mucho, he elegido el té
, que junto con las especias se vende a su alrededor a profusión. Me enternece, recuerdo a las monjas carmelitas de la Nueva España que a los cuatro votos reglamentarios previos a su profesión añadían un quinto, el de no tomar chocolate.
En el monte sagrado de Kunthalagari, en el estado de Maharashtra, un viejo llamado Santisagara, guía espiritual de la comunidad jainita de la secta de los Digambara, los vestidos de cielo
, los desnudos, empezó un ritual para alcanzar el nirvana el 25 de agosto de 1955. Durante 35 años siguió las enseñanzas del gran santo Mahavira, muerto hacía 2 mil 500 años, y desde 1920 renunció a todos los bienes materiales; monje mendicante, recorrió a pie toda la India, recibía comida una vez al día y usaba sus manos como único utensilio, apenas hablaba y cuando lo hacía era durante la mañana. Murió como ejemplo de toda su comunidad, el 18 de septiembre de 1955.