ace poco más de 30 años murió don Rafael Galván, un mexicano ejemplar. Antes, en abril de 1975, Galván y los suyos, trabajadores electricistas denodados que reclamaban derechos elementales al trabajo y la organización clasista, pero que a la vez sostenían que democracia es programa
y que para la nación no había rumbo sin organizaciones populares fuertes y empresas públicas administradas con honradez al servicio del pueblo, lanzaron su Declaración de Guadalajara y se animaron a pensar en un México mejor y más justo. Fueron los años de la Tendencia Democrática y su expansión por el territorio popular que empezaba a desplegarse.
Todo aquel reclamo proletario quedó atrás, aplastado por la sevicia del charrismo y la doblez burocrática, cuyo horizonte no iba más allá de contener y contender
con lo que la Tendencia Democrática proyectaba. Empero, la gesta y el valor de esa lucha, así como las lecciones de los varios proyectos de organización popular que animó, como el Frente Nacional de Acción Popular o el Movimiento Sindical Revolucionario, viven en la memoria de muchos que soñamos con ellos en un cambio democrático profundo, fruto de la movilización de las masas trabajadoras. Esta era, insistían, la única garantía de reivindicación de un Estado al que había que defender –solía decir Galván– contra sus propios gobernantes.
Mucho cambió desde entonces, pero la debilidad organizativa de los trabajadores que ha acompañado al cambio político de estos tiempos quizás explique en buena medida la distorsión acusada de las formas políticas que han acompañado a la democracia que tenemos. Lo mismo ocurre con la desnaturalización rampante del pluralismo, cuyos contenidos y expresión política formal distan de ser mínimamente representativos de los intereses populares y nacionales en que se inspiraban los democratizadores de aquel tiempo.
Más allá de la insufrible verborrea de la elección pública o racional
que todavía avasalla el intercambio democrático mexicano, lo que sigue sin recogerse en la agenda nacional son aquellos intereses mayoritarios que no encuentran cobijo sin un contexto y un discurso nacional y popular. La ironía cruel del presente es que una buena parcela del pensamiento y el verbo democráticos mantiene posturas radicalmente opuestas a las de esos formidables pioneros de la democracia mexicana: al incluir, sin diferenciar, en la oprobiosa concentración de poder económico y político imperante a los sindicatos y otras organizaciones populares, este discurso auspicia las peores posiciones clasistas y retrógradas, so capa de combatir un corporativismo y un populismo cuya dinámica no llevaría sino a la antidemocracia y la irracionalidad.
Así, para salir al paso de la supuesta o real regresión autoritaria se propone una antidemocracia mayor, dirigida al vaciamiento de la organización popular y el desmantelamiento de los instrumentos de defensa legal de los trabajadores. Este despojo político y jurídico del legado fundamental de la Revolución, como los derechos sociales del pueblo mexicano, encabezado por el propio Estado que surgió de esa Revolución, le plantea a éste un desafío mayor que no puede dirimirse en términos de pérdidas y ganancias: la agresión antisindical, como ocurre con mineros y electricistas, puede volverse un veredicto letal para un sistema político que se mostró incapaz de entender y encauzar, no digamos hacer suyas, las angustias de una sociedad sometida a una indefensión brutal, distante de la sufrida por aquellos electricistas cuando montaron su campamento de la dignidad
frente a Los Pinos.
La situación que vive el país arrancó poco después de la derrota de la Tendencia Democrática y la muerte de su dirigente. Se ha mantenido como estancamiento estabilizador
en lo económico, y como deterioro de los núcleos de protección social e individual mínima que se (mal)conformaron por el Estado nacional posrevolucionario y sus variadas formas de desarrollo económico y social.
Esta desprotección generalizada no encuentra acomodo ni respuesta en el sistema resultante del cambio a la democracia. Se trata de una disonancia corrosiva que afecta al conjunto de una formación nacional que el poder insiste en presentar como una economía abierta y de mercado
y una polis democrática y pluralista. El hecho es, sin embargo, que la apertura económica no trajo consigo una evolución social satisfactoria, ni la democracia se ha plasmado en formas republicanas efectivas. Como consecuencia, lo que tenemos es un deslizamiento ominoso del Estado hacia una ilegitimidad sin eficacia: hacia una crisis terminal, cuya mera proyección hace de los estados fallidos
un pálido eufemismo.
La movilización organizada que López Obrador presenta como el pilar de su propuesta de un cambio profundo en la vida pública debe asumir estas duras coordenadas. Sin organización y sin programa, sin participación en visión y decisiones, las instituciones para la convivencia y la seguridad personal que quedan se corromperán, y la rehabilitación económica y social no podrá emprenderse. Todo lo acaparará la supervivencia.
Galván y sus compañeros querían actualizar principios y realizaciones de una Revolución que sentían suya y querían viva. Por eso batían el tambor del alba
.
Reivindicar la memoria de mexicanos como Galván no es un ejercicio nostálgico; puede ser un componente crucial para dotar a la democracia acosada del presente de significados y objetivos, adjetivos sin vergüenza, que la vuelvan sustantiva y creíble… no sólo para las adoratrices de la propiedad política, sino sobre todo para quienes apenas balbucean su verbo pero la requieren como la vida misma.