on esta exposición integrada exclusivamente de obra reciente: pinturas, esculturas de pequeño formato que funcionan como maquetas, buenas fotografías de obras públicas y una carpeta con 12 estampas en tiraje de 100 remata la celebración de los 80 años del maestro zacatecano.
Se inicia con unas piezas, creo que en transfer que a modo de homenaje le rindió Piso 86, cuyo autor representante es Rubén Ochoa. Se trata de localizaciones en mapas parisinos y neoyorquinos acompañadas de indicaciones sígnicas que me parecieron algo elementales.
Un texto en mampara de Blanca González Rosas anota que Felguérez ha fusionado el acto gestual con la decisión racional
, y es cierto, aquí no priva su frase de antaño el consciente lógico
aunque la lógica persista.
El espacio y la arquitectura de este centro cultural contribuyen a realzar lo exhibido y la negra máquina con turbinas que se ha conservado como elemento de la estación de tren, funciona a modo de instalación.
La muestra complementa y enriquece la visión que se obtuvo en la Sala Nacional durante la reciente exposición retrospectiva que allí se verificó y es una ventaja que así sea, porque sólo de este modo quienes hemos seguido la trayectoria del artista podemos percatarnos de su trabajo en los recientes tres años, sobre todo en materia de pintura. Hay dos lienzos enormes y otros tres conjuntos de formatos uniformes entre sí. La sección que no se encuentra adosada a muros o mamparas luce formidable con las piezas suspendidas, enmarcadas
a modo de marialuisas negras. Tal enmarcamiento es propio de la presente exposición. Cuando las obras abandonen el recinto, su visualización se modificará, pero el recurso es susceptible de repetirse en otros ámbitos, sean o no museísticos.
En esta etapa de su quehacer pictórico Felguérez se muestra refinado, a la vez suelto
y sobre todo conocedor de todos los recursos que le han sido propios, mismos que le deparan un ars combinatoria madura, clásica dentro de su contemporaneidad. Aquí los planos antero-posteriores, no virtuales, sino reales, del Retablo de los mártires en el Museo de Arte Abstracto de Zacatecas (una de sus piezas clave), se insinúan mediante planos ilusorios, veladuras, texturas, zonas saturadas o desleídas e incluso ciertos recursos en trompe l’oeil dosificados al máximo.
Las formas nunca son representativas: siguen proviniendo de la geometría, ya no ortodoxa, y del depósito imaginario. Por ejemplo el cuadro titulado Mariposa (2007), orquestado en rojos y naranjas con algunas dosis de negro, pudo haberse denominado El aura sin que su denominación influya en su capacidad de comunicar algo que es eminentemente plástico. Existe en la exhibición un problema en cuanto a percepción. Pese a la aireada museografía, a los espléndidos tiros visuales, ausentes en muchos casos en Bellas Artes, la iluminación deja algo que desear, tanto que se antoja haberse armado de linterna para apreciar en detalle ciertos rasgos. Eso no afecta la visión de conjunto, pero sí la observación en lo particular de algunas piezas.
Eso ocurre, v.gr, cuando la persona que quiere mirar a fondo, se planta frente a una composición tan complicada como Flor inmersa, misma que me hizo recordar el Ethos barroco del desaparecido pensador Bolívar Echeverría.
En Nave de luz hay también un sinnúmero de elementos que ilustrarían lo que solemos denominar horror vacui. Algo totalmente opuesto a lo que sucedía, pongamos por caso, en la serie La superficie imaginaria, donde la simplificación, nada simple por cierto, estaba dentro de las metas del artista y por eso aludo ahora al Ethos barroco.
Hay un conjunto de obras –son las de menores dimensiones– realizadas en Puerto Vallarta. Aquí el formato y el espacio a intervenir dictaron el procedimiento y eso es algo a tomarse en cuenta en cada uno de los rubros. Los espacios a intervenir determinan los modos de abordar.
Se antoja que los finos grafiti son aditamentos que el pintor empleó en último término, una vez logradas y delimitadas las áreas plasmadas en las superficies. Son trazos dibujísticos, quizá automáticos
producto de un saber a conciencia lo que se ha hecho y lo que hasta ese momento aparece en el lienzo.
La exposición debiera atraer a amplios sectores de todo tipo de personas, pero a mi juicio, para el público de arte resulta indispensable de calibrar, porque independientemente del reconocimiento que se tenga al maestro, la muestra apela no sólo a la visualidad, sino sobre todo a los impulsos y procederes creativos plasmados mediante el trabajo tenaz.