Opinión
Ver día anteriorSábado 10 de julio de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Lunas y la doctora Z
A

primera hora de la mañana, antes de internarse en la preparatoria el resto del día y dar sus clases de literatura hasta la caída de la tarde, Pablo Lunas, a sus cuarenta y tantos años, encorvado como bajo el peso permanente de la amenaza de mil derrotas, sube a pie de la parada de autobuses al consultorio de la doctora Z en las lomas de San Ángel, después de unos tres cuartos de hora de caminata sin interrupción. Estamos hablando del suroeste de la ciudad de México, del otoño de 1966, de un cielo azul, de un clima exterior templado, Lunas siempre llevó la turbulencia por dentro, en continua actividad.

–Soñé que la buscaba en Londres, doctora.

–Usted siempre empieza igual. ¡Me aburre!

–Perdóneme, pero yo no vengo aquí a entretenerla.

–Desafortunadamente.

–¿Cómo dice?

–Haría bien en procurar entretenerme, Lunas. No me haga cabecear. ¿No puede hablarme de su vida real? Sueños, sueños. ¿Cómo le va de maestro? ¿Qué cuenta su Aurora? ¿Cuándo van a tener un hijo, Lunas? ¿Avanza en su libro? ¿No sabe vivir?

–Pues no, me temo que no. Si no quiere oír mis sueños, me levanto y me voy. Pero, si un psicoanalista no quiere oírlos, ¿quién va a querer? ¿Qué voy a hacer con ellos? ¡Es lo único que produzco, doctora!

–Ya, ya. Hable, Lunas. Soñó que me buscaba en Londres. ¿Y?

–Yo conocía el camino, pero mi hermano, que ni siquiera la conocía a usted, se empeñaba en guiarme y, por no alterarlo, con tal de hacerlo partícipe de mis andanzas y que no temiera que su hermano menor hubiera dejado de necesitarlo, accedí a que me guiara él.

“Pero en un momento dado él se distraía con unos amigos y yo me sentía perdido. No sabía ni siquiera en qué país estaba. Había vuelto a ser el niño desasistido, digamos, y mi hermano había vuelto a ser mi cicerone y a maniatarme y tenerme a su merced. Yo hacía esfuerzos por zafarme y por arreglármelas solo. ¡Pero qué difícil es zafarse de lo atávico, doctora, resulta vital! Entre mis antepasados, el hermano menor debe depender del mayor. El mayor es el heredero. Es el príncipe. Hay que necesitarlo y obedecerlo.

“La cosa era que yo debía dar con usted a como diera lugar. Así que me desprendí de mi hermano y medio mareado seguí adelante, como sonámbulo. Gente con la que me topaba, personas a las que les preguntaba por su dirección, pero unos y otros sólo me desorientaban más y yo estaba tan angustiado que me parecía que me despistaban a propósito. La situación llegaba a inquietarme tanto que empezaba a sudar y a respirar con dificultad...

–Como siempre, ¿no? ¿Qué le extraña?

–Estaba a punto de gritar de desesperación, doctora, cuando, imaginé que enviada por usted, se me acercó una joven embarazada que sin averiguar otra cosa que mi nombre, que repitió con acento que me sonó francés, me condujo directamente a una calle muy cerca de donde nos encontrábamos y, antes de desaparecer, me hizo pasar a una librería en donde usted me estaba esperando...

–¡Por fin!

–Era una librería de viejo, tan atractiva para mí que casi me hizo olvidarme de todo, incluyendo mi sesión con usted, aunque no lo crea, y perderme entre los estantes y los libros. Pero recapacité y me di cuenta de que estaba ahí porque iba a buscarla a usted, no a ver libros ni ninguna otra cosa. De modo que no me distraje entre las hileras de libreros ni me entretuve tampoco con un gato blanco que parecía seguirme a todos lados y que me recordaba a mi Pangur, un hipotético gato blanco que siempre quise tener.

“La encontré con una bola de estambre y unas agujas de tejer en las manos, reclinada en un sofá junto a un muchacho vestido de escocés. Cuando con una sonrisa y un gesto de la cabeza usted me invitó a acomodarme a su lado, él se fue a sentar en la base de una ventana detrás de nosotros, en el alféizar, para precisar. Giré la cabeza y vi cómo el sol hacía brillar el vello rubio de sus piernas, descubiertas hasta la orilla de la falda a cuadros rojos y verdes con la que estaba vestido. Se nos acercó un señor que lo besó a él en la frente y a usted en los labios, aunque cerrados. A mí me preguntó si fumaba. Le contesté que no y él sacó de un estuche una pipa y la llenó de tabaco. La encendió y se acomodó en un sillón a fumar frente a nosotros sin quitarnos los ojos de encima (...)