omo una de las actividades del bicentenario en el Distrito Federal, se ha remozado el Museo de la Ciudad, bello edificio colonial, dirigido por Cristina Faesler: se reinaugura con una retrospectiva –recién exhibida en el Pompidou– del pintor francés Pierre Soulages (1918), viejo amigo de México.
Pintura sin imágenes ni anécdota; desde 1979 se abre al más allá cuando el pintor descubre que el negro no es un color, sino un ultra-color (el outre-noir), situado como los continentes mucho más allá (¿de dónde?, ¿adónde?,) como en la expresión francesa, “la France d’Outre Mer”.
El Diccionario de la Real Academia Española trata de definir este color imposible de definir: explica que “el negro es –tautología– el negro más oscuro, y añade, en realidad, la falta absoluta de color”. El negro es mucho más que el color mismo, simbólico y polivalente, porque, como asevera el propio Soulages, en sí mismo designa otro campo mental
.
“El negro –agrega– tiene posibilidades insospechadas, y atento a lo que ignoro, voy a su encuentro”. Y luego precisa: No me gustan los colores que se precipitan sobre quien los mira y logran que todo permanezca en el nivel de la sensación. Prefiero (...) los colores sugeridos, los que se adivinan y se revelan lentamente, los colores que nos invitan a interiorizarlos.
La pintura es aquí su materialidad misma y aquello con lo que ésta se consigue: mediante la utilización de ciertas materias primas –nogalina, alquitrán, óleo, tinta normal y tinta china, carboncillo, aguada, acrílicos– para pintar sobre tela, cristal o papel trabajados con pinceles, a la brocha gorda o con espátulas que a veces obturan las superficies sobre las que se trabaja, hacen más denso el trazo, lo adelgazan o lo roturan, lo alteran o dejan traslucir el color blanco y en ocasiones otros colores como el azul, el café oscuro, el rojo, trazando infinitas variantes en cada una de sus telas, a la vez repetitivas y totalmente únicas.
El descubrimiento del más-que-negro marca un viraje definitivo en su obra, la experimentación continua sobre la base de este no color, este nuevo espacio mental como elemento principal de su quehacer y la búsqueda infinita y reiterada de sus variantes, alternando superficies lisas o planas, interviniéndolas mediante surcos o grabados y controlando los distintos espesores de los materiales y sus texturas para mostrar, aunque parezca imposible y hasta contradictorio, sus estados de ánimo (texturas calmadas, agitadas, tensas
).
Ya desde 1948 Soulages sabía que “una pintura es un todo organizado, un conjunto de relaciones entre las formas (líneas, superficies coloreadas…) sobre las que se hacen y deshacen los sentidos que uno les presta”, afirmación que chocaba con las estéticas imperantes en su época, subrayaba la materialidad de la pintura como objeto pero sin que por ello aludiera jamás a ningún objeto concreto, a la manera en que muchas obras pictóricas se sustentan en ellos, por más abstractas que sean.
Ese carácter de objeto pictórico que caracteriza a sus cuadros se refuerza por el hecho de que ninguno de ellos tiene título; los clasifica usando una numeración ascendente y de manera sistemática se rehúsa a utilizar la palabra composición con la que otros artistas suelen delimitarlos, para denominarlos simplemente pinturas:
Siempre he deseado que mis telas tengan el estatuto de objeto o más bien de cosa. Por eso el título alude a su materialidad, reafirmada cuando las telas se colocan entre el suelo y el techo, sobre cables. Una tela colocada sobre un muro es una especie de ventana. Suspendida sobre cables, se convierte en un muro (...)
Diferencia esencial: ninguna anécdota sustenta a la materia, insisto, la pintura se distingue tajantemente de la literatura, a pesar de que Soulages sea adicto a ella y a quienes la produjeron y la producen, muchos de ellos sus contemporáneos y amigos: Nathalie Sarraute, Saint John Perse, Claude Simon...