l miércoles 26 de mayo, en el contexto de la edición 32 del Foro Internacional de Música Nueva, el espléndido violista mexicano Omar Hernández-Hidalgo tocó con la Orquesta de Texcoco, dirigida por Rodrigo Macías, el Concierto para viola y orquesta de cámara de Leonardo Coral.
El día anterior, Omar había sido protagonista de un sólido recital de música de cámara en colaboración con el pianista Mauricio Náder y el violoncellista Juan Hermida. Como era usual, Omar Hernández-Hidalgo interpretó la obra de Coral con un alto nivel técnico y expresivo, con un compromiso total, con una honestidad musical ejemplar.
Al finalizar el concierto, nuestros caminos se cruzaron en el auditorio Blas Galindo y Omar, con la sonrisa luminosa y entusiasta que lo caracterizaba, me dijo: Ojalá nos veamos después del Foro. Quiero platicarte de mis proyectos con el Ensamble InterContemporain y otras cosas que traigo entre manos
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Sin precisar una cita, acepté más que interesado su convocatoria, porque Omar siempre estaba involucrado en proyectos musicales de primer nivel.
Nuestro encuentro no pudo ser. El mismo día que concluyeron las actividades del Foro, amanecimos con la noticia de que Omar había sido desaparecido y asesinado en Tijuana. El país pierde a uno más de sus buenos ciudadanos, nuestra música pierde a uno de sus mejores practicantes y promotores.
La atroz, incalificable muerte de Omar no es más mala ni es más muerte que la de los niños de la guardería de Hermosillo, o la de los estudiantes del Tec de Monterrey, o la de las mujeres asesinadas de Ciudad Juárez, o la de los migrantes en la frontera, o la de los activistas en San Juan Copala, o la de la interminable y siempre creciente lista de víctimas de una malhadada guerra desatada en contra de la sociedad por sus peores miembros, por las peores razones.
Se trata sin embargo de una muerte que a sus colegas músicos, y a quienes deambulamos alrededor de la música, nos duele con dolor particular y profundo. Perder a Omar, especialmente de esa manera, nos envilece y nos empobrece aún más como nación (si es que tal cosa es posible), porque en estos días aciagos de horror cotidiano e iniquidad sin fin, nuestros artistas y nuestros creadores están entre los ya escasos asideros morales y espirituales que nos quedan para no sucumbir ante la desolación total.
Para muchos, en el contexto inhumano y brutal de la cloaca sin fondo en que se ha convertido nuestra sociedad, la desaparición física de Omar Hernández-Hidalgo podrá no ser más que otra estadística para abundar en el inicuo baño de sangre en que las cúpulas gobernantes han convertido a este país. Para algunos de nosotros, su asesinato es una afrenta y un agravio que nos toca en lo personal, y que quisiéramos resarcir de algún modo. En vez de ello, nos quedaremos con las manos y el alma triplemente vacías, por su ausencia, por la impunidad y por la indiferencia.
Pediremos pesquisas, pediremos respuestas, pediremos justicia póstuma para Omar y un alivio mínimo para nosotros. Y a cambio, recibiremos nada. O peor aún, recibiremos lo de siempre.
La Máxima Autoridad, si acaso se entera o si acaso le interesara, se referirá a Omar como un daño colateral. Su Gran Ministro nos informará que Omar era un sicario. Y el Gran Policía producirá, como prueba irrefutable de ello, una fotografía que muestra el estuche de la viola de Omar ocultando un AK-47 con culata de nácar y pedrería. Porque en eso nos hemos convertido. Porque esa es la cara cotidiana, inmunda y vergonzante, del país de mentiras que puntualmente ha retratado la escritora Sara Sefchovich.
Adiós, Omar. No descanses, nunca. Sigue tocando tu viola espiral, siempre. Nos haces falta. Y desde allá donde estés, pide por nosotros. Nos estamos despeñando al abismo.