Opinión
Ver día anteriorDomingo 23 de mayo de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Malos momentos, peores conjeturas
M

ientras los banqueros centrales de Europa se devanan los sesos para inventar fórmulas que den credibilidad a su sistema monetario, los sindicatos españoles velan armas y repican sus tambores de huelga general. La dureza germana no se corresponde con la memoria cercana y muchos recuerdan cómo fueron Francia y Alemania las que en primer término pusieron entre paréntesis sus reglas de hierro sobre el déficit fiscal cuando así lo impuso su coyuntura. Si podrá Europa sobreponerse a esta nueva ola de pesimismo sobre su futuro y así recuperar el espíritu de desarrollo y cambio institucional que la ha llevado a plataformas envidiables de bienestar y estabilidad, está por verse y hacerse, pero por lo pronto lo que reina es el desaliento y un mucho de pasmo ante una crisis que muta con los días, como si se tratara de un retrovirus cargado de energía letal.

La nueva victoria que han empezado a cantar los demócratas de Obama no cierra el paso a la reacción republicana ni pone coto a la renovada prepotencia de Wall Street, pero de consumarse, la reforma financiera abrirá veneros de regulación y gobierno económico, en especial financiero, que no deberían menospreciarse a priori. La (re) construcción del capitalismo en que está empeñado el dirigente afroamericano ha pasado por la salud y toca a las puertas del amurallado imperio financiero, cuyas quintas columnas se han alojado ya en Washington, pero lo más probable es que no se quede ahí y pronto de deslice a los difíciles territorios de la energía, el medio ambiente y la industria del transporte en su conjunto. Así lo indican los portentosos tiempos y movimientos que le han impuesto a la globalización las emergencias de nuevos e impetuosos poderes en China o India, Brasil o Sudáfrica, que perfilan una multipolaridad en acto, pero aún sin concierto efectivo. A todo ello tendrá que responder Estados Unidos tan sólo para demostrar que su capacidad hegemónica abreva en fuentes renovables de energía que van más allá o pueden hacerlo de su potencia bélica incontrastable.

Tiempos modernos y volubles, en los que el riesgo controlado del que presumían los financieros y sus gestores en los ministerios de Hacienda se somete a la incertidumbre que reta al más audaz y sofisticado cálculo de las probabilidades. Es en este escenario donde los dilemas mexicanos del nuevo milenio habrán de descifrarse o nublarse todavía más para encerrarnos en un ominoso panorama de largo y corrosivo estancamiento. Sería éste el momento de pasar a una deliberación arriesgada, como manda la mera acumulación de desaciertos políticos y económicos que define la saga inaugural del nuevo siglo, pero antes tendrá el país que encarar el desafío mayor de una política cuyo sistema y frutos no han sido capaces de darnos un orden democrático propiamente dicho, capaz de sustentar el Estado renovado que es indispensable para retomar y redefinir un nuevo curso para el desarrollo nacional en su conjunto.

Reformar el Estado para adaptarlo dinámicamente a los cambios del mundo debería ser el eje maestro de nuestra política, pero no lo ha sido. Lo que ha imperado es la ingenuidad cosmopolita que confundió la globalización con el comercio abierto, sin duda ampliado, con la región norteamericana pero que no fue más allá de Houston. Y, junto con esta nefasta confusión, se impuso la miope imagen de la democracia como mercado de rational choicers que pronto devino casino y bolsa de compra y venta de protección entre los poderes, sin ofrecerle a la sociedad atribulada escenarios de genuina representatividad y deliberación madura sobre las decisiones de fondo, siempre duras y costosas, que hay que hacer para rencauzar la economía y proteger a la sociedad misma de sus desigualdades y extremos de injusticia, que ahora se tornan amenazas feroces contra la seguridad de todos.

La buena vecindad, prometida por el espíritu de Houston que los presidentes Bush y Salinas presumían haber inaugurado, se nos convirtió en tierra minada y quemada, y no habrá franqueza retórica o astucia cortesana que puedan rencontrarla. El gran diseño cardenista con el que México cerró su ciclo revolucionario pudo contar con algo así como un clima de comprensión y entendimiento estadunidense al calor del propio impulso reformador asumido por el presidente Roosevelt. Pero más allá de las químicas y buenas voluntades personales, lo que hubo entonces fue proyecto y una sola ortodoxia: la defensa del interés nacional que para Cárdenas pasaba por la del interés popular. Lejana y extraña ecuación para quienes pretenden gobernar sin arriesgarse al cambio, y representar sin poner por delante el reclamo justiciero de las mayorías populares que las capas dominantes han decidido eliminar por decreto.

Mala aritmética y peor álgebra las que rodean al poder y sus falanges. Mal momento éste para ponerse giritos con los desalmados del otro lado.