arecía que el sustento común que se construía en Europa con una unión política, económica y monetaria era cada vez más sólido. Pero la integración regional ha estado repleta de contradicciones y la crisis económica y financiera que surgió en 2008 ha puesto en evidencia las fisuras.
Los años recientes han sido muy activos en la diplomacia del área para lograr los acuerdos necesarios y conformar la Unión Europea, que hoy tiene 27 miembros y tres candidatos en lista de espera.
El Tratado de Lisboa del primero de diciembre de 2009 es el documento institucional más reciente, con una serie de herramientas jurídicas que pretenden darle más cohesión al aparato multinacional.
La integración representa ceder de modo efectivo a la Unión parte de la soberanía de los Estados miembros, en términos legislativos y funcionales.
Pero los Estados no ceden la soberanía de manera natural, y no ha sido suficiente para evitar los conflictos. El proceso ocurre, en efecto, en un entorno de contradicciones políticas relevantes que contraponen los intereses de unos y otros. Hay distinción entre integrar a los ciudadanos o a los Estados, y esa diferencia se expone hoy de modo claro en el contexto de la crisis fiscal.
En Europa prevalece la integración de los Estados. Ese es un terreno fértil para que surjan las limitaciones del actual esquema integrador europeo. La manera como se enfrenten los conflictos que ya están desatados y en la medida en que se puedan superar, marcará el rumbo del ambicioso proyecto de integración, y hasta la supervivencia del euro como moneda común.
La crisis europea se desató hace un par de semanas al romperse uno de los eslabones más débiles: la deuda pública de Grecia. Su réplica alcanzó a Portugal y España. Los tres países fueron en su momento los entrantes económicamente más débiles del esquema integrador.
El libre tránsito de mercancías y de capitales, luego del movimiento de trabajadores y la operación de una moneda única y del Banco Central Europeo no han sido suficientes para consolidar la integración regional.
Es, precisamente, la política fiscal la que se mantiene bajo el control de los Estados nacionales. Esta forma de la soberanía política no se cede. Es el instrumento clave para redistribuir los recursos y los ingresos entre los grupos de población. Finalmente, ahí reside la capacidad de articulación social y la misma reproducción de las estructuras políticas.
Alemania, por ejemplo, es la economía más fuerte de la zona, y el bienestar general de su población depende de su capacidad de generar riqueza, es decir, aumentar la producción de mercancías y reforzar el financiamiento de la actividad económica mediante la inversión, el consumo y el gasto públicos.
Ese país es el más beneficiado con el proceso de integración y con la moneda única. Exporta mercancías y servicios, y financia las transacciones con una banca fuerte. Tiene, además, un arreglo social interno que funciona con menos fricciones en comparación con otros de sus socios regionales. La sociedad alemana no parece dispuesta a compartir su riqueza y a poner en riesgo el orden social interno. La canciller Merkel ya recibió el mensaje con la derrota en las recientes elecciones regionales.
La intervención en el caso griego marcó un cambio significativo en el manejo de la política monetaria común de Europa. Por primera vez el banco central compró papeles de deuda de ese y otros gobiernos para intentar devolver alguna estabilidad financiera, y apoyar al euro, que perdía valor rápidamente.
La elevada deuda pública de los países miembros de la Unión Europea ha creado condiciones en las que se espera un severo ajuste del gasto social, menor ritmo de crecimiento productivo y del empleo y, a la larga, mayores presiones sobre la inflación. En España el asunto es ya prácticamente un hecho.
No hay indicios de que se reorganicen las finanzas públicas de la región sobre una base de mayor integración de las políticas de recaudación y de gasto de los gobiernos. No hay, igualmente, una intención de disolver de modo más profundo las fronteras nacionales y asimilar los intereses de los ciudadanos en una perspectiva común.
Esa resistencia no viene sólo de los gobiernos, sino de la gente; el nacionalismo puede haberse diluido un poco, sobre todo mientras los acuerdos de la integración económica generaban crecimiento y bienestar. Ahora pueden prevalecer otros incentivos para resguardar los intereses individuales de los países europeos.
Es un momento decisivo para Europa. La incertidumbre es grande y se asocia con la forma en que se ajuste el asunto de la deuda y sus diversas repercusiones. Pero será más decisiva la manera de enfrentar los conflictos políticos que entraña la crisis en el entorno regional y a escala nacional. En términos globales no son claros los mecanismos de transmisión de la crisis en el ritmo de crecimiento y en las respuestas sociales, ante un escenario de expectativas cada vez más reducidas.