Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

La cruzada de los niños

A

diós.

Cuando mis padres y yo nos mudamos de la colonia Marte a la Buenavista me puse muy triste. Me dolió alejarme del rumbo en donde nací, de mi escuela y sobre todo de los amigos que también habían sido mis compañeros desde el kínder hasta el cuarto de primaria. Prometimos mantenernos en contacto y hasta celebramos una ceremonia de pulgares sangrantes para sellar el juramento de hablarnos por teléfono todos los viernes. Por algún tiempo lo hicimos, pero nuestras conversaciones se volvieron cada vez más difíciles: intercambiábamos experiencias que ya no compartíamos y eso, a querer o no, fue marcando entre nosotros una distancia insalvable.

La Buenavista era una colonia bonita y bien comunicada. Las casas de una o dos plantas tenían jardincitos al frente y rejas blancas. Árboles y prados agraciaban las calles limpias y tranquilas en comparación con otras de la ciudad. El tráfico era leve.

Según mis papás, una de las ventajas del cambio era que mi escuela quedaba a seis cuadras de nuestro domicilio, así que yo podría ir y regresar a pie. Varias veces, antes de que entrara al quinto año, mi madre hizo conmigo el recorrido para advertirme de posibles peligros que debía evitar en mi camino. Mencionó asaltantes, camiones desbocados, perros agresivos pero ni en sueños se le ocurrió incluir en el listado una manguera verde.

Durante los ensayos previos a las clases descubrí que en la ruta hacia mi escuela había una miscelánea bien surtida, un invernadero y un acuario. Todos esos locales me resultaron prometedores, sin embargo ninguno me cautivó tanto como La Gomita. Será porque las papelerías son uno de mis lugares predilectos. Aún me fascinan por el olor a papel y a la madera de los lápices.

A pesar de que en mis nuevos rumbos todo era muy agradable, durante las primeras semanas no fui feliz. Extrañaba a mis antiguos conocidos y consideraba imposible llegar a tener con otros niños una amistad tan bella como la que había logrado con Rodolfo, Diego, Tadeo y Sergio. Por fortuna me equivoqué.

En mi escuela pronto me hice de buenos camaradas. Con el tiempo a todos les cobré un gran afecto, pero ninguno significó para mí tanto como don Lorenzo: el propietario de La Gomita. Al principio nos llevábamos muy mal, pero acabamos por simpatizar y ser miembros del Club Verde. Hasta la fecha, cuando recorro las calles o paseo por el jardín Minerva, sobre todo durante febrero y marzo, pienso en aquel grupo aguerrido que, encabezado por don Lorenzo, les devolvió a los árboles su forma, su sombra y su libertad.

II La manguera verde

Don Lorenzo fue mi mejor amigo, y lo seguirá siendo en mi recuerdo, a pesar de que cuando nos conocimos él acababa de cumplir 60 años y yo apenas 11.

Nuestros encuentros iniciales fueron desastrosos. La primera mañana en que fui a la escuela me encontré a don Lorenzo frente a La Gomita –donde también vivía– regando los árboles y la banqueta con una manguera verde, larguísima y toda parchada. Al verme no suspendió su trabajo. Cuando me estremecí al sentir el chorro de agua fría él me lanzó una mirada burlona y me dijo: Si no quieres que te moje, camina por la acera de enfrente. Reaccioné como lo habría hecho cualquier otro en mi lugar: La banqueta no es suya. No puede prohibirme que pase por aquí. Entonces ¡atente a las consecuencias.

Llegué a la escuela furioso, con los pantalones y los zapatos empapados. Como yo era el más alto y el último de la fila mi profesor no se dio cuenta de mi desaliño. pero mis condiscípulos sí. A la hora del recreo me explicaron que el hombre a quien yo entonces llamaba el viejo ese era maniático, irascible y desconfiado: no quería que los niños se acercaran a sus árboles por temor a que les jalaran las ramas y por eso los ahuyentaba a manguerazos. Ellos se protegían acatando la orden de don Lorenzo: irse por la acera de enfrente.

Les dije que no pensaba ser tan dócil y que seguiría caminando por la acera de La Gomita. Lo hice, pero a costa de llegar salpicado a la escuela. Una mañana el profesor notó mi aspecto y me llamó la atención. No quería que eso volviera a suceder, así que terminé haciendo lo mismo que mis compañeros.

Por las tardes, al volver a mi casa, como ya no había peligro de enfrentarme con la manguera verde, me quedaba unos minutos frente al aparador de La Gomita. Entre las cajas de lápices, las libretas de pasta marmoleada y los pliegos de celofán había libros para iluminar, atados de canicas, sacapuntas, cochecitos, mochilas y figuras de plástico. Al ver todo eso me imaginaba cuántas otras cosas más habría en la tienda. Mi deseo de comprobarlo chocaba con el temor de encontrarme con el viejo ese. Así sí me refería entonces a don Lorenzo.

Un tarde lo encontré en la puerta de la papelería sermoneando a una mujer que pasaba con un perrito de uñas pintadas, moños en las orejas y un pesado collar de piedras falsas: Señora: ¿no le da lástima traer en esas fachas a ese pobre animal? Dése usted cuenta: no es un artista de cine, ¡es un perro! No necesita adornos para verse hermoso.

Cuando terminó su discurso la mujer iba ya muy lejos y sólo yo lo escuchaba. El gruñón se volvió a mirarme: La señora abusa de la mascota sólo porque está de moda vestir de mamarracho a los perros. Si yo pudiera, prohibiría esa ridiculez. Iba a seguir mi camino pero él me detuvo: Un momento. Quiero que me disculpes. Siento haberte salpicado con mi manguera. Perdóname. Tengo mal carácter y peor cuando siento que algún niño va a jalarles las ramas a mis árboles. Ya lo han hecho, por eso desconfío. Pensarás que me llamo Cascarrabias, pero mi nombre es Lorenzo.

Me tendió la mano. Allí comenzaron nuestra amistad, nuestras conversaciones y nuestra lucha.

III El canto y la sombra

Una tarde al regresar de la escuela vi cerrada La Gomita. Me extrañó. Para mi sorpresa, al dar vuelta en la esquina me topé con don Lorenzo. Me pareció muy alterado y le pregunté adónde había ido. Al correo. Fui a recoger un paquete. Mejor no lo hubiera hecho, porque vi algo muy desagradable: una cuadrilla de jardineros está recortando los árboles del camellón para darles forma de animales. Lo peor de todo es que aplicarán el programa en el jardín Minerva y después en las avenidas principales. ¿Te imaginas algo más absurdo y antinatural que disfrazar a los fresnos, troenos, arrayanes y cipreses de conejos, patos, búhos, camellos, burros, gallinas? No encontré respuesta. Se me hacía tarde y ya no pude seguir la conversación. Le prometí a don Lorenzo continuarla.

Al día siguiente encontré a mi amigo ordenando el aparador. Confiaba en que ya se le hubiera pasado el disgusto, pero al verme siguió con el tema: ¿en qué cabeza cabe mutilar de esa manera a los árboles? Esta gente no piensa en el daño que, al moldearlos como si fueran de plastilina, están cometiendo un error muy grande que tendrá pésimas consecuencias. ¿Cuáles? Pregunté. Los pájaros no podrán refugiarse en su follaje, no escucharemos el canto de las ramas cuando las sacude el viento. Y eso no es todo: los caminantes no hallarán sombra para tomarse un descanso y los niños no tendrán de dónde colgar sus columpios.

Dije que lo sentía. Los ojos de mi amigo se llenaron de lágrimas: Yo más. Le pedí a los jardineros que suspendieran su trabajo. Imposible: es una orden y tienen que obedecerla. Si tuviera amigos influyentes en la delegación les pediría que cancelaran el programa. Comenzarán a aplicarlo el próximo domingo.

Yo había visto en algunas casas arbolitos con formas de animales, pero al mirarlos jamás se me había ocurrido pensar en la explicación de don Lorenzo acerca de los pájaros, del viento y de la sombra. El resto de la tarde seguí preocupado por las terribles consecuencias de la poda y olvidé que a la mañana siguiente me tocaba leer una composición en la clase de español.

IV

Estábamos en el patio esperando el momento de formarnos. Mis compañeros me mostraron los trabajos que iban a leer en la clase. Se referían al deporte, el cine, la música, los viajes espaciales. Cuando me preguntaron qué tema había elegido, respondí: “ninguno. Se me olvidó…” Por sus miradas comprendí que mi futuro inmediato era desastroso y tenía forma de cero.

Llegó mi turno. El maestro Nico me pidió que pasara al frente. Al verme con las manos vacías preguntó si pensaba improvisar. Lo siento. No preparé nada. Tras la sonrisa del profesor advertí su disgusto: ya me imagino por qué: te saliste a jugar futbol con tus amigos. Negué con la cabeza. De seguro te fuiste al cine. Volví a negar. ¿Entonces? No me digas que te la pasaste viendo la tele y devorando papitas.

Sólo tenía una salida: decir la verdad. Nada de eso. Estaba preocupado por lo que va a suceder en el jardín Minerva. De un golpe, sin darle oportunidad a que me interrumpiera, repetí cuanto me había advertido don Lorenzo y terminé diciendo: él llegó de niño a esta colonia. Vio cómo sembraban muchos de los árboles. Moldeados, se quedarán sin follaje. Los pájaros perderán sus refugios y nosotros la sombra y la canción de las ramas cuando las toca la lluvia o las agita el viento. Es todo.

El salón estaba en silencio. Permanecí de pie, atento a la reacción de mi maestro. Esperaba todo menos verlo saltar de su silla, gritando: ¡tonterías! Es lo único que se oye por todas partes. Es hora de ponerles freno a tanto desorden y tanta locura. Se encaminó a la salida. Estaré fuera unos minutos. Pónganse a leer mientras regreso. No quiero escándalos.

Mis compañeros me rodearon para consolarme por anticipado de una posible suspensión. Media hora más tarde el maestro Nico nos sorprendió en pleno conciliábulo. A su lugar. ¡Pronto! Vengo de sostener una charla con don Lorenzo. Le dije que estoy de acuerdo con él: no hay nada más horrible que un árbol disfrazado de animal. Él y yo vamos a impedirlo. ¿Cuento con ustedes? Recibió nuestro aplauso y luego nos dictó la estrategia que deberíamos seguir.

El domingo, desde temprano, en compañía de nuestros padres y con don Lorenzo al frente del grupo, nos presentamos en el jardín Minerva con pancartas en donde se leía: El Club Verde protege la dignidad de los árboles. Cuando los podadores intentaron realizar su trabajo los rodeamos para impedirlo.

A nuestra cruzada se sumaron niños de otras escuelas dispuestos a movilizarse cada domingo. La llevamos a cabo varios meses hasta que los podadores se dieron por vencidos. Jamás volvimos a verlos. Hasta la fecha los pájaros tienen un refugio en las copas de los árboles. Los caminantes encuentran sombra bajo la cual descansar y nosotros seguimos escuchando la canción de las ramas cuando las baña la lluvia o las agita el viento.