espués de años de arduos empeños, retrocesos y muchos desvelos, la emergencia de una ciudadanía madura, progresiva y demandante no logra despegar del todo. Sus propias debilidades y mutuos enfrentamientos, aunados a cortapisas impuestas desde arriba, adelgazan su urgida y necesaria voz. Atosigada por campañas publicitarias continuas y mendaces que la distraen, la pasión ciudadana languidece o, simplemente, retrocede. La deseada enjundia ciudadana se enreda con la continua desinformación que, con irresponsable conciencia, desatan los partidos, distintos credos y las cúpulas decisorias del país. Los mandones se atrincheran en sus lujosos refugios de riqueza y poder y no dan tregua. A través de sus medios de comunicación masiva combaten, a veces hasta con ferocidad, los afanes populares por arribar, sin mayores dilaciones, a la normalidad democrática, etapa crucial de una ciudadanía abarcante y constructora de una nacionalidad pujante.
Los grupos de presión mexicanos han decidido preservar el modelo de gobierno que tanto los ha favorecido. Y en ese modelo una ciudadanía beligerante, despierta y exigente no tiene el lugar preferente que la modernidad requiere y presupone. Los de arriba saben que sus riquezas y esferas de influencia han aumentado, consistente y hasta desproporcionadamente, en décadas recientes. Sus desplantes han llegado al punto de someter a los poderes constituidos a sus deseos y caprichosos dictados. Además, las turbulencias socio-políticas, el nulo crecimiento económico y la marcada decadencia actual no los moderan ni atemorizan. Sobradamente saben que en el reparto de la riqueza y el acceso a las oportunidades han salido gananciosos con inusitada frecuencia. Poco ha importado que tales ventajas hayan sido obtenidas de manera ilegítima y en no pocas ocasiones con impune ilegalidad. Aun así, los cómodos habitantes de las cúspides no cederán ante las presiones de un país que se desborda y, desgraciadamente, se desvía hacia conductas perversas y criminales.
En el espacio común de la República se va asentando la certeza de que dichos grupos de poderosos irán hasta el borde del precipicio y, tal vez, más allá con tal de conservar y agrandar su dominancia.
Pero no por reconocer las debilidades manifiestas, los tropezones y las desesperanzas propias de la ciudadanía ésta ha dejado de existir o claudicado en sus aspiraciones y principios impulsores. La despiertan muchos avatares y la reaniman sus pasiones de justicia y participación efectiva. Frente a ella la modernidad agita sus atractivas banderas y le muestra, hasta con ejemplos de otras sociedades más integradas, la inmensa serie de escalones sucesivos que le faltan por transitar. Al parecer, no cejará en su trayecto hacia una vida democrática plena. Pruebas ha dado y varias. Quizá la más álgida y abarcante ha sido, en tiempos recientes, su movilización para la defensa del legado petrolero que un gobierno derechoso, torpe y entreguista le quiere escamotear a la nación.
No menos trascendente ha sido la resistencia ante la andanada clerical por contrariar la constitucional laicidad del Estado. En tales batallas, hay que repetirlo, no se han derrotado aún las tendencias conservadoras y retrógradas de la derecha. La ruta es larga y está plagada de obstáculos y hasta traiciones de aquellos que debían ser compañeros de sus aventuras: los altos burócratas de los partidos políticos. Similar avance muestra con sus acciones en pos de los derechos de género para que las mujeres decidan sobre su cuerpo y, también, para forzar al Estado a proveer de medios adecuados para las embarazadas que opten por abortar. Tópicos cruciales para la consolidación de una ciudadanía con amplios grados de libertad.
Mucho se ha logrado en la ruta para tejer el entramado ciudadano. Partes integrales del fenómeno social son las luchas por la no discriminación y la emancipación de la mujer: el valor de su voto y la igualdad de oportunidades son asuntos ya transitados, aunque no cabalmente concluidos. Otros, como las acciones colectivas, han sido coronados con su final legislativo. Sin este derecho, el ciudadano, en su calidad de consumidor, queda en desventaja ante los productores, grandes o pequeños. Un paso de indudable valor lo aportó la ciudadanía para afirmar los derechos políticos que son consustanciales a los más generales: los llamados humanos. La búsqueda de mecanismos e instrumentos para mejorar y sujetar al gobierno y empujarlo hacia la eficiencia han sido fructíferos: transparencia, rendición de cuentas y derecho a la información son indudables éxitos para la gobernabilidad.
Es imposible, sin embargo, olvidarse de los faltantes que aquejan a una presencia robusta de la ciudadanía, en especial en aquellos rubros que han afectado, sin piedad de los poderosos, su calidad de vida. Ha fallado en empuje y organicidad para detener el deterioro del salario y los ingresos de las grandes capas poblacionales. No ha elevado sus múltiples voces, con los decibeles suficientes y mediante movilizaciones continuas, ante la pérdida acelerada de su poder de compra e impedir las exacciones que los muchos monopolios le ocasionan. Como también se ha quedado corta en el esfuerzo y la perseverancia para hacer que el voto cuente, y se cuente bien, en todo el país y para cualquier nivel de elección. No se han podido controlar los notables e impunes excesos de los que, casi por rutina, paga o chiste, trampean urnas y normas electorales.
Tampoco se han limitado a los gandallas que usurpan, para su propio deleite o para sus cofradías, cuanto espacio disponible existe en el aparato público. Menos aún se ha forzado la equitativa competencia electoral. Éste es un campo donde todas las posiciones del espectro social deben concurrir en igualdad de oportunidades y no ser motivo de apropiación exclusiva para los pocos que detentan el poder. Como se ve, las tareas que le esperan a la ciudadanía son varias, variadas y de urgente atención. La salud y el progreso de la República dependen de ella.