Se derrumbaron más de 300 mil casas en el terremoto; 15% de la población, sin techo
Miércoles 28 de abril de 2010, p. 37
Puerto Príncipe, 27 de abril. Durante los 34 segundos del terremoto del 12 de enero se perdieron 313 mil casas habitación, la mitad de ellas totalmente destruidas y la otra mitad con posibilidades de ser rehabilitadas, lo que dejó sin techo a 15 por ciento de la población de la zona urbana. Los sobrevivientes se han dispersado en lo que aquí llaman campamentos de fortuna
. Que en realidad son de infortunio.
Desde el aire o desde lo alto de las cañadas se ven por todos lados: cada parque o camellón, en los patios de las escuelas y las fábricas, en sitios tan exclusivos como el campo de golf, tan populares como el estadio de futbol, tan simbólicos como el Campo Marte o de plano en las aceras y calles, bloqueando vías de la laberíntica capital. De lejos son conglomerados de puntitos azules, blancos o grises. Oficialmente hay mil 371 albergues censados. En algunos se hacinan hasta siete mil, ocho mil personas pero los hay también muy pequeños, unifamiliares incluso. Son las heridas físicas de la ciudad.
Los herederos del cimarrón desconocido
El monumento al cimarrón desconocido es la escultura emblemática de Haití en honor a la primera revolución anticolonial y antiesclavista de las Américas. Hoy en día sólo sobresale el caracol marino que hace sonar la figura de bronce por encima del conjunto de refugios de lona y hojalata que la rodean. A sus pies un menesteroso levantó su guarida, apenas medio metro de altura. ¿O es una mujer este ser humano? La figura acuclillada asoma la cabeza para mostrar los dientes y gritar maldiciones al sol quemante, a la sed y al hambre, al mundo y al mismísimo héroe de las cadenas rotas.
El Campo Marte, frente al Palacio Nacional que ha empezado a ser demolido, se compone de varias plazas, cada una en honor a un prócer. A la sombra de cada uno de ellos se extiende la ciudadela de los damnificados, se fríen los plátanos, se tiende la ropa, se despiojan niños, se espera la noche. Y la noche –cada una de las dos mil 302 familias separadas apenas por telas y plásticos– se puebla de gritos, llantos y carcajadas, gemidos, agresiones. A las cuatro de la mañana los pastores de las sectas evangélicas conectan sus grandes bocinas y empiezan la insidiosa campaña para salvar almas de las garras del pecado y la religión vudú.
Hasta ahora, el único proyecto de reubicación del Comité Interino para la emergencia que dirigen el ex presidente estadunidense Bill Clinton y el mandatario René Préval son los albergues temporales
en las afueras de la ciudad. El gobierno ha anunciado la expropiación de cientos de hectáreas en localidades de los alrededores: Corail, Tabarre, Cabaret (ex Duvalier Ville) y Croix de Bouquets albergarían en campos modelo
a 250 mil damnificados en una primera fase prevista para concluir antes de que llegue la temporada de huracanes, en dos meses aproximadamente. Sólo el primer asentamiento está en marcha, con seis mil reubicados.
En Corail, enmedio de la nada, el ejército de Estados Unidos encabeza las obras con asistencia de la Misión de Estabilización de la ONU y media docena de agencias humanitarias. Esta semana terminarán de asentar a seis mil personas en las 65 mil carpas donadas por el gobierno de Dubai, en un extenso campo yermo al pie de Monte Cabrito, hacia el norte. Cada bloque está dividido por una calle ancha cubierta de grava gruesa. Hay agua suficiente, áreas de regaderas y letrinas. Todo marcha cool, según nos informa el marine Dávila, que atiende las explicaciones de un técnico de la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU.
Pero Brice Fritzner, estudiante de sociología y damnificado, tiene serias reservas. ¿Bien? Bueno, estamos mejor aquí, pero no es un lugar para permanecer toda la vida. Aquí el problema es el término temporal. ¿De cuánto tiempo nos están hablando?
Para Pierrot la cosa es mas sencilla. Es un muchachito de 10 años que se acerca por el camino con un balde de agua enorme sobre la cabeza: “Pa pi mal (no está tan mal) –nos dice— pero si tan sólo hubiera un árbol, un triste arbolito...”
Vida y muerte en los arrabales
El Morro del Calvario, la Montaña Negra y las alturas de Kenscoff forman un cinturón serrano que rodea la capital. En sus cimas se levantan residencias exquisitas con piscinas y terrazas desde donde se domina la bahía de Gonave. Pero en las últimas tres décadas por sus faldas trepó la pobreza, barrios populares de calles estrechas y casas de bloc, colgadas casi sobre el vacío. El 12 de enero se precipitaron hacia el fondo de las barrancas, cubriéndolas de muertos y ruinas.
Al caer la tarde, en la soldad de la calle Killik, Jules Pierre contempla el mundo de destrucción a sus pies. “Aquí abajo –señala— está una familia entera. De este lado, otra. Muchos, muchos muertos siguen aquí. Eran mis vecinos. No los hemos podido sacar”. Y se vuelve a hundir en su silencio.
Nada se mantuvo de pie de este lado. Ni en el barrio de Juvenaut. Ni en Canapé Vert, que alguna vez pareció, como su nombre lo indica, un cómodo sofá verde. Hace tiempo que aquí la vegetación tropical perdió la batalla contra el cemento. Ya no queda más que una palmera solitaria, de pie en el patio de una casa colapsada.
Desde los bajos del Morro del Calvario se oye bullir la vida del arrabal que trepa por la cañada de enfrente.
Llegan con nitidez las notas de una banda de compas, un ritmo típico. Milagrosamente ahí no se cayó ningún edificio.
Curiosamente el barrio se llama La Jalousie (la envidia).
Por estas escarpadas calles todavía no llega la maquinaria que muy lentamente empieza a desescombrar el desastre. De los resquicios de escombro, al caer las sombras, empiezan a salir los roedores. Uno diría que nadie vive ya por aquí. Pero algunas luces de velas y quinqués iluminan algunos huecos. Hay familias en tiendas de campaña, sobre sus casas desplomadas, aferradas al pedazo de suelo que les pertenece.
Boyer y Saint Pierre, mezcla de clases
Una motocicleta se estaciona a un costado de la Plaza Boyer. Ya no es el sombreado parquecito de antaño, en la comuna de Petion Ville, antiguo barrio de clase alta, con arbolados jardines, restaurantes, embajadas y galerías. Hoy es un campamento de damnificados donde se hacinan 5 mil 334 familias. El conductor y su pequeña hija, con el uniforme escolar de colores pastel, las cintas del cabello perfectamente bien planchadas, descienden, se toman de la mano y se internan entre los habitáculos hechos de lona. Ahora ese es su domicilio.
Dentro del parque, en un estrecho corredor, esta el centro comercial
: puestos alineados con un sinfín de mercancías. En la esquina donde se instala la toma de agua una palomilla de niños se refresca. Cerca de ahí un hombre cómodamente extendido en una mecedora ve la televisión. Por las noches hay función de cine y videclips en pantallas gigantes. En otra carpa hay un negocio de café internet.
A un costado, justo enfrente de un restaurante chino que tenía fama de muy bueno antes que se instalara el olor de la humanidad hacinada –basura, letrinas, frituras, ropa sucia– se alinean una veintena de letrinas, un negocio prosaico pero muy jugoso para empresarios locales que las importaron por miles y ahora las rentan a los organismos humanitarios a precios muy poco humanitarios: entre 12 y 40 dólares diarios, cada una.
Cuadras más abajo, en el otro parque, el Saint Pierre, vive una comunidad que no necesariamente es damnificada; son paracaidistas de Cité Soleil, una inmensa villa miseria, que vieron la oportunidad de mudarse de casa
a Petión Ville. Hay incluso subarriendo de carpas y un comercio sexual de menores que ha encendido los focos rojos de los órganos humanitarios.
Tres meses ya y el tiempo sigue sumando. ¿Estarán ahí cuando expire el periodo de emergencia decretado por el gobierno, dentro de año y medio? ¿Seguirán ahí dentro de diez años? “El verdadero peligro de esta bomba de tiempo –expresa la historiadora Suzy Castor– es que esta situación se instale en una falsa normalidad; que dentro de poco la emergencia deje de ser percibida como tal”.