ún acapara la atención el caso Paulette, que cada vez se enreda más mientras la intervención de las autoridades no satisface a la ciudadanía, cuando aparece esta semana en el diario El País, la noticia del homicidio de una jovencita de 13 años en Toledo, España.
Los titulares en primera plana decían: Detenida una menor por la muerte de una niña en Seseña
y, dos días después, La menor detenida en Seseña confiesa que mató a Cristina Martín
. El cadáver de Cristina, apareció tirado entre los escombros de una antigua fábrica de yeso. La detenida (compañera y amiga de Cristina) confiesa que después de propinarle una paliza la arrojó al hoyo antes de marcharse a su casa. El pozo tenía algo más de tres metros de profundidad.
En el cadáver se encontró una profunda cortadura en una de las muñecas. Se sospecha que dicho corte fue intencional. La niña murió desangrada. De haber contado con asistencia médica podría haberse salvado. Los sicólogos enfatizaron que la adolescente no evidenciaba el menor sentimiento de culpa.
Esta escalofriante noticia, de entrada, deja sin palabras. Al recuperar la capacidad de reacción aparece una profunda preocupación, ya que nos remite a las estadísticas (donde las hay) de los casos de violencia intraescolar que van al alza de una manera alarmante.
No es sólo que aumenten los casos, sino que la gravedad de los hechos y la crueldad de los mismos son sumamente inquietantes. Lo más preocupante de estos aberrantes sucesos es la ausencia de culpa ante actos de esta naturaleza.
Impresionados por este suceso resulta inevitable recordar otros casos de violencia juvenil: los asesinatos perpetrados por jóvenes en las universidades, el sonado caso en España de jóvenes que después de golpear cruelmente a una indigente que dormía en la cabina de un cajero electrónico, la rociaron con gasolina y le prendieron fuego, abusos sexuales, acoso y maltrato sicológico a compañeros a través de la red y una gran lista de atrocidades en antros
y escuelas.
También hay que agregar a esta lista negra los altos índices de alcoholismo y consumo de drogas entre adolescentes.
Ante tales circunstancias, caben diversos cuestionamientos. Sabemos que para abordar cualquier entidad patológica hay que explorar los antecedentes. Las generaciones actuales de niños y adolescentes han vivido y viven circunstancias sumamente complejas.
En alguna forma han crecido en lo que solemos llamar la cultura de la violencia. Las guerras se transmiten en tiempo real, las superproducciones cinematográficas están plagadas de escenas de muerte y destrucción y ni qué decir de los videojuegos, donde el mejor puntaje se otorga al que es más hábil para matar.
El reconocimiento social se obtiene con facilidad si se adquieren objetos y atuendos de marca
, lo que se privilegia es la apariencia, lo efímero y lo costoso. A escala social se experimenta un desmoronamiento de las instituciones, empezando por el núcleo familiar. Se oscila entre la vorágine y el vacío, el narcisismo y el sinsentido.
Las carencias afectivas se intentan tapar con sucedáneos y la depresión subyace en la agresividad. El grado de descomposición social es alarmante. Es urgente reflexionar ante estos siniestros sucesos si no queremos, como decía Eça de Queiroz, que todos los que vivimos en este planeta seamos un inmenso tropel que marcha oscuramente hacia la nada
.