Miércoles 7 de abril de 2010, p. 3
Llegué a Guantánamo, Cuba, hace 10 años, en busca de un misterioso Señor del Alacrán. Llevaba bajo el brazo mis estudios sobre lo que había avanzado el cáncer de garganta, que ya había alcanzado a los pulmones y al hígado. Llevaba también las palabras de uno de los tantos doctores que me habían visto en México: usted podría durar hasta seis meses
.
Misael Bordier me regaló el veneno en una sencilla botella de agua y me explicó cómo mantenerlo frío, cómo prepararlo, cómo debía tomarlo, e inicié de esa manera el viaje más emocionante de mi vida. Sin ninguna garantía empecé a tomar aquel veneno y a inhalarlo, para que llegara al pulmón. Era un impulso de sobrevivencia espoleado por mis hijas, por mi marido, mi madre, por todas las cosas que me negaba yo a dejar en este mundo. En cada toma imaginaba al alacrán, al Rophalorus Junceus, el pequeño insecto café pardo que se había paseado en mi mano sin picarme, que mandaba aquel veneno desde su terroso ecosistema hasta mis venas, sellando una insospechada alianza entre el animalito y mi voluntad de vida. En ese encuentro casi ritual con el veneno le fui perdiendo el miedo al alacrán, a las ponzoñas y le perdí todo respeto a la muerte.
Dejé de contar los días y las semanas, empecé a vivir los minutos con una intensidad inédita para mí, marcados siempre por la hora del veneno
. Y así, sin darme cuenta, la mancha que amenazaba mis pulmones en las radiografías empezó a disminuir. Un doctor que revisó varias veces una de las tantas placas gritó por fin: ¡Increíble!
Entonces me ví hablando normal: la desmesurada tos y los ahogos habían quedado atrás.
He cambiado tanto que ya ni ser cursi me importa: creo fielmente que esto es lo mejor que me ha pasado, que la enfermedad es una fuente de aprendizaje y crecimiento. Ahora me dedico a dar el veneno y flores, al acompañamiento terapéutico, rodeada por los verdaderos héroes de nuestra modernidad, los enfermos que en pleno anonimato emprenden una revisión de la vida para cambiarla, y aprender lo que deban aprender de su dolencia. Por eso vivo profundamente agradecida a Cuba y más, a mi querido artrópodo.