Lunes 5 de abril de 2010, p. a16
Chichen Itzá, Yuc, 4 de abril. Las luces se apagaron. La pirámide de Kukulkán, imponente, se iluminó multicolorida. La gente ocupaba lentamente sus asientos; bueno, sillas colocadas frente a un pequeño proscenio. Eran más de las nueve de la noche y una voz en un inglés muy maya dio la bienvenida al concierto que el cantautor pop inglés Elton John ofreció la noche del sábado en la zona arqueológica de Chichen Itzá.
Poco fue el entusiasmo del respetable, que se dio el lujo de gastar más de 10 mil pesos para presenciar el concierto en este terreno sagrado para los originarios y considerado patrimonio de la nación y de la humanidad.
A los asistentes se les vio pasearse desde temprana hora por parte de la zona, más parecida a una plaza turística que a un centro ceremonial. Eran en su mayoría parte de la alta sociedad
yucateca y la clase política de la entidad: desde diputados locales hasta funcionarios de alto nivel, como la gobernadora Ivonne Ortega, quien lució un vestido azul creado por Brígida, según dijo a su paso por la sección donde se ubicó la prensa.
Llegaron entusiasmados. Era su noche, en la cual pudieron lucir sus mejores prendas. No importaba qué clase de espectáculo fuese. Lo importante era sentirse incluido en el evento
.
Las nubes de polvo que recorrían las gradas, es decir, las sillas, no impedían recibir las andanadas sonoras del artista, quien, hay que decirlo, ofreció un espectáculo de calidad en su rubro popular, pero con la sencillez de un concierto como el que pudo dar en cualquier teatro. Nada especial, pues, pero con sonido limpio. Cuarenta años lo avalan. Sin contar que es un auténtico showman, con su atuendo estrafalario y su banda: Davey Johnstone en la guitarra y vocales; Kim Bullard en los teclados, Robert Birch en el bajo, John Mahon en las percusiones y Nigel Olsson en la batería.
Ningún obstáculo
Nada impidió la realización del acto, ni siquiera el karma extraño que lo acompañó, desde la caída del escenario –que causó lesiones a tres personas– hasta la ceremonia de desagravio
que sacerdotes mayas hicieron para detener la exclusión
de que son objeto los indígenas, porque “se profana el castillo del dios Kukulkán y otros monumentos, y sólo se beneficia a los dzules (hombres blancos) de dinero y minimizan a la cultura indígena”, como lo registró semanas atrás el corresponsal Luis A. Bofill.
Una tras otra, las piezas de Elton John calaban en las románticas almas de los yucatecos. Pocos las cantaban, porque sólo conocían la del Rey León
(Circle of Life), que tocó al final para complacer al respetable. Sin contar con que la modalidad de no corro no grito no brinco, como en el jardín de niños, hizo que la química normal de un encuentro de música se redujera a un apático canal único, sin retroalimentación. Permeó la seriedad y sólo en algunas ocasiones, con pañuelo en mano como en plaza de toros, la gente expresó su gusto por las rolas del británico.
Incluso cuando la Orquesta Sinfónica de Yucatán –que abrió el espectáculo– tocó un popurrí, la gente platicaba y prestaba más atención al viboreo de quién había traído cual o tal prenda. Casi dos horas transcurrieron como si nada. No se cayó el escenario ni nadie intentó subirse al tablado. Tampoco hubo grupis que siguieran al artista hasta atrás del proscenio. Sólo el timbre de las cuerdas del piano y la aún potente voz del inglés recorrieron cada rincón de los palacios y palacetes de este hermoso lugar, que ahora espera al bajo y el timbre del ex beatle Paul McCarteney, según declaraciones recientes de la gobernadora.