l sufrimiento, personal o comunitario, suele tener límites. Cuando se rebasa la capacidad de soportarlo, quien, o quienes lo padecen, pueden o no responder. Si se trata de una persona enferma –sufrimiento físico– la opción podría ser abandonar el tratamiento y buscar otras alternativas; si la condición es terminal, es lícito bregar por una salida digna de acuerdo a los valores propios (suicidio asistido, eutanasia activa, ofrecer el sufrimiento a Dios). Si se trata de una persona que es humillada por su pareja, por algún familiar, o por su patrón –sufrimiento moral– el afectado podría romper la relación o agredir a la contraparte.
Cuando el sufrimiento comunitario es el tema, como es el caso de no pocos grupos indígenas en el mundo o el de la mayoría de los mexicanos, el hartazgo hacia las autoridades puede devenir agresión o desconocimiento del poder autoritario. La falta de esperanza, la desconfianza, la ética cero de las autoridades, las dudas que emergen cuando se vislumbra un futuro muy complicado por el hurto, la corrupción y la incapacidad de la maquinaria política son algunos de los elementos subyacentes de la sociología del sufrimiento.
Cuando la autoridad no tiene autoridad, sino poder autoritario, las personas tienen el derecho y la obligación de responder. El sufrimiento comunitario tiene límites. Lo saben la mayoría de los habitantes del tercer mundo, entre ellos, los mexicanos de Ciudad Juárez o los argentinos de Baradero. Tanto unos y otros, así como los que viven entre los miles de kilómetros que separan ambas ciudades, comparten el mismo triste destino latinoamericano. Salvo algunas excepciones –Chile, Costa Rica–, la mayoría somos víctimas de raleas políticas similares. Explico la diferencia entre autoridad y poder autoritario.
La autoridad no se busca: es un reconocimiento que se gana. La persona que tiene autoridad es reconocida por la sociedad por su integridad, por su conducta, por su conocimiento, por su ética, por su compromiso. El poder autoritario se fabrica, se exige: no implica reconocimiento. A la persona que tiene poder autoritario no se le respeta, no se le admira, no se le quiere. Todo lo contrario: se le detesta. La inmensa mayoría de los políticos en Latinoamérica, responsables del tristísimo destino de sus países, ejercen poder autoritario porque carecen de autoridad.
La regla es clara: Entre menos autoridad se tiene más necesario es el poder autoritario; entre más poder autoritario se ejerza, mayor el desprecio de la ciudadanía
. Escribí Ciudad Juárez y Baradero, pero podría escribir Polanco y San Miguel Chapultepec (las colonias vecinas de Felipe Calderón), Oaxaca, Tegucigalpa, Managua, Río de Janeiro, Buenos Aires y la mayoría de las ciudades latinoamericanas que arrancan con A y terminan con Z.
En Baradero, Argentina, pocos días atrás, los vecinos de la ciudad, enfurecidos contra dos inspectores de tráfico que atropellaron y mataron a dos adolescentes que viajaban en motocicleta, incendiaron la alcaldía de la ciudad y otras dependencias públicas. La foto del periódico muestra los restos de un edificio incendiado. La noticia agrega que “unos 2 mil vecinos incendiaron la alcaldía de la ciudad reclamando castigo para los culpables… El centro de la ciudad, donde se sitúa la alcaldía aparecía arrasado, con restos de miles de papeles quemados (los archivos de los municipios ardieron casi en su totalidad), piedras arrancadas y macetones volcados”.
En Ciudad Juárez, México, en marzo, el periódico El País muestra la foto de los seis integrantes de una familia, junto con su perro, a punto de viajar a Veracruz. El encabezado de la noticia reza: Nos vamos. Aquí la vida no vale nada
. La familia que emigra es veracruzana. Regresan a su tierra natal apoyados por el gobernador de su estado, quien les pagará el viaje y la mudanza, y, con suerte, les encontrará trabajo. En los últimos meses 200 mil juarenses han huido hacia Estados Unidos o han regresado hacia sus lugares de origen. Han escapado de la muerte y de la violencia.
Ni en Baradero ni en Ciudad Juárez hay autoridad. Lo que hay, y mucho, es desprecio hacia el gobierno. También hay muchos muertos, la inmensa mayoría mexicanos. Lo que falta es esperanza y confianza. Sobra odio. Contra los políticos de ayer y los de hoy. Los juarenses saben que el presente carece de futuro. Ha sido demasiada la incapacidad de los gobiernos federales y locales. Ha sido tanta que el estado de derecho ha desaparecido.
En Ciudad Juárez no hay guerra. Hay algo peor. Los asesinos carecen de uniforme. Es imposible identificarlos. Matan sin uniforme de guerra. Quienes gobiernan, aunque dicen que no matan, son cómplices. Poco importa quién sea peor
. Lo que importa es la verdad. La verdad es la violencia y la muerte. La verdad son los cadáveres que inundan las calles juarenses. Por fortuna, en Baradero, son pocos los muertos.
Los habitantes de ésas y de muchas ciudades latinoamericanas son víctimas de políticas detestables. En nuestro continente se escribe, día a día, una especie de sociología del sufrimiento. Lo vive y lo protagoniza la población. Lo dicta el poder autoritario de la mayoría de los políticos latinoamericanos, ese poder yermo de autoridad, pero lleno de mierda.