oría la tarde soleada de fin del invierno en la plaza de toros valenciana de la calle de Xativa. A la par que el sol se apagaba entre la brisa mediterránea, encendíanse las nubes en el cielo y eran purpura en el horizonte. El mar se tornaba rojo como si de la herida abierta en las carnes de nuestro Arturo Macías por el toro de Valdefresno brotara y corriera sobre el mar un caudal de sangre. Lógicamente no era tanta la sangre que corría. Lo que corría era la sangre hirviendo de Macías que llegó entusiasmado, partió plaza y transmitió ese entusiasmo a los valencianos aún arropados por los últimos rigores del frío.
No fueron los toritos de la ilusión los que le tocaron lidiar a Macías. Toros de Valdefresno, picosos, sin humillar, agresivos de cornamenta y que aprendían rápido para que le servían los pitones. En la plaza se producía una inquietud ante el valor relajado del hidrocálido torero. Al silencio se sucedió ese ¡ay! de las cogidas espectaculares cuando Arturo se tiró a matar con todas las de la ley, pero, se cruzó adelantado y el burel no lo perdonó y le propinó una cornada, por milagro, menos grave. Se retiró a la enfermería con la oreja de su enemigo más que contento, en medio del entusiasmo que había trasmitido a los aficionados. Según se desprendía de las imágenes de la corrida trasmitidas por el canal Plus, vía Internet.
Hasta la enfermería del coso debieron llegarle al torero las aromadas comidas arroceras de la Valencia en fiestas. Mientras, paradójicamente, Arturo en la camilla de operaciones, alegre, vivía en la imaginación proezas futuras; abril en Sevilla, mayo en Madrid…
No es un exquisito del toreo Arturo, más, es valiente a carta cabal y dueño de una personalidad que lo distingue. Una sonrisa desbordante al tiempo que se hunde en los ruedos suavemente.