uego de la arbitraria desaparición del Ficco (Festival Internacional de Cine Contemporáneo de la Ciudad de México), espacio de cinefilia que empezaba a consolidar su propuesta con un público cautivo, de modo alguno insignificante en número (como mañosamente se quiso argumentar), el FICG (Festival Internacional de Cine en Guadalajara) se presenta, en su 25 edición, como la opción más vigorosa para la promoción del cine de autor en México.
La vocación primera de lo que anteriormente se llamó Muestra de Cine Mexicano ha sido la de constituirse en plataforma de lanzamiento del cine nacional, pero también, y de modo creciente, de la producción iberoamericana que llega a cuentagotas a la cartelera comercial.
Hasta hace 10 años, el cine mexicano sólo podía medirse en términos de calidad artística e impacto comercial con las producciones europeas o con el cine estadounidense. Guadalajara planteó novedosamente un nuevo reto: establecer vínculos muy activos y parámetros de comparación con la actividad fílmica de Brasil, Argentina, Chile y Ecuador, países donde el apoyo oficial al cine local y a la cultura va más allá de la retórica del gobierno en turno.
En comparación, quedó evidenciada la falta de una voluntad política en México para defender las producciones locales, para impedir los castigos económicos a una industria todavía muy frágil, y para manifestar el apoyo oficial con algo más que una retórica vacía expresada en escuetos comunicados de Presidencia, recibidos en la ceremonia de inauguración del FICG con frialdad y escepticismo (No más recortes presupuestales
, exigió en respuesta el actor Damián Alcázar).
El Festival de Guadalajara se ha convertido en años recientes en un estupendo foro de discusión y crítica, en un espacio de pluralidad e inclusión, que apenas pudieron avizorar sus directores anteriores (el coordinador pionero Jaime Humberto Hermosillo, Mario Aguiñaga, Bertha Navarro, Leonardo García Tsao, Susana López Aranda, Guillermo Vaidovits y Kenya Márquez. A todos ellos debe sorprenderles hoy las vueltas de un impulso democrático muy a contracorriente de la estrechez de miras en materia de apoyo a la cultura de los pasados dos sexenios conservadores.
El cine mexicano consolida sus propuestas lenta y trabajosamente, buscando los espacios que le escatiman los monopolios de exhibición y las reticencias de distribuidores, aprovechando los resquicios que permite el regateo del apoyo gubernamental, la indiferencia de las televisoras que pudiendo contribuir a reactivar la industria fílmica, optan por una política del mínimo esfuerzo y, finalmente, padeciendo los costos de autoridades que conciben la cultura como un bien ornamental, penosamente faraónico, que descuida lo esencial para solazarse en la frivolidad y en el despilfarro de recursos.
La Muestra de Cine de Guadalajara tiene entre sus páginas más tristes haber sido, con honrosas excepciones, comparsa de esa frivolidad, de ese chovinismo ramplón y de la grilla política.
Al ensanchar su visión cosmopolita, abandonando el rancho grande del autoelogio institucional, el encuentro se volvió festival y acoge ahora las manifestaciones artísticas más diversas: la presencia revitalizadora del cine iberoamericano, el reconocimiento del cine documental y del cortometraje, los foros de discusión como el Talent Campus, y curadurías de secciones tan tonificantes como Corrientes alternas, realizada por Michel Lipkes y Maximiliano Cruz, y que este año presenta obras de Alain Cavalier, Pedro Costa, Raya Martin, Brillante Mendoza, Harmony Korine o Claire Denis. En competencia, ocho largometrajes mexicanos y 16 documentales, y una gran variedad de propuestas de cine latinoamericano, asiático y europeo.
Una programación abierta hoy a la modernidad, que mucho debe por supuesto a los esfuerzos de los primeros impulsores de la muestra y al compromiso de su actual director, Jorge Sánchez Sosa, pero que debe todavía más al público local que ha aprendido a ser más crítico y exigente, y menos paciente sobre todo con las viejas inercias de la frivolidad y de la burocracia cultural.