l presidente de México, Felipe Calderón, afirmó que su país, si quiere volver a crecer, debe asociarse con economías como la brasileña, que crecen, distanciándose de la estadunidensea y la europea, que seguirán por largo tiempo en recesión. La afirmación, hecha en ocasión de las auscultaciones con miras a la firma de un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Brasil, toca un tema esencial, pero lo hace de forma demasiado simple frente a la importancia estratégica que tiene la cuestión de la inserción internacional de nuestros países.
Los TLC surgieron en el contexto de la restructuración del comercio internacional, en el viraje del ciclo largo expansivo del capitalismo del segundo posguerra hacia el actual ciclo largo recesivo. La Unión Europea permitió a ese continente lograr una mejor inserción internacional, a la vez que el TLC de Estados Unidos con Canadá y México tenían el mismo rol.
Pero este último tenía un componente específico: integraba a un país de la periferia a la más grande economía del mundo. Para Estados Unidos serviría como modelo de integración subordinada hacia América Latina –recordemos que Chile era el próximo candidato a integrarse en aquel momento.
Sin embargo, el proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), después de ser cuestionado ampliamente por las movilizaciones populares, terminó siendo derrotado cuando Brasil –que junto a Estados Unidos presidían el proyecto en su fase final– cambió de un presidente adepto a los TLC, Fernando Cardoso, a otro, Lula, que prioriza los procesos de integración regional y que le impuso su veto.
El continente pasó a tener como línea divisoria la prioridad por TLC o la prioridad de los procesos de integración regional, que se multiplicaron –del Mercosur al Banco del Sur, a Unasur, al Consejo Sudamericano de Defensa, a la Alba–, paralelamente a la elección de la más grande cantidad de gobiernos progresistas en la región.
Éstos se caracterizan por la prioridad dada a los procesos de integración regional en lugar de los TLC –en que se involucró México, entre otros países del continente. Pero su orientación política incluye también, además de la enorme intensificación del comercio intrarregional, la diversificación de su comercio internacional, con especial participación de China –que se ha vuelto el primer socio comercial de Brasil–, desplazando a Estados Unidos. Así como –tema mucho más importante del visto de vista social– la extensión del mercado interno de masas, opción frente a la prioridad dada a los ajustes fiscales. Esto ha permitido un inmenso proceso de democratización social, de elevación del poder adquisitivo de las capas populares, una fuerte redistribución de la renta, aumento constante del empleo formal, disminución de las desigualdades sociales.
La combinación de estos tres elementos –integración regional, diversificación del comercio internacional y expansión del mercado interno de consumo popular–, que caracterizan a los gobiernos progresistas de América Latina, ha permitido, asimismo, una reacción mucho más rápida y positiva frente a la crisis.
Mientras países como México, que habían optado por una relación preferencial con Estados Unidos, sufren duramente los efectos de la crisis, que tiene su epicentro justamente en su poderoso vecino del norte –revelando la equivocación de la opción por el TLC–, los países de los procesos de integración regional han reaccionado de forma mucho más rápida y positiva. Países como Bolivia, Ecuador, Brasil, Argentina, Uruguay han salido de forma más o menos rápida de la crisis, haciendo que, por primera vez, no sean los más pobres los que paguen el precio más duro, porque las políticas sociales y de extensión del mercado interno de consumo popular no se han frenado en el momento de la crisis. Los estados de esos países, fortalecidos, han podido desempeñar un rol esencial en la resistencia a la crisis, porque se había superado la idea del Estado mínimo y de extensión ilimitada del mercado.
Así que si México quiere recuperarse de forma más rápida y consistente de la crisis –de la que sufre las peores consecuencias, como efecto de la opción equivocada de dar la espalda hacia América Latina y asociarse estrechamente a la economía norteamericana–, no basta un TLC con Brasil. Tendría, por un lado, que diversificar su comercio internacional, abandonando la posición de tener más de 90 por ciento de su comercio con Estados Unidos, para extender su comercio con América Latina, con Asia, con África. Tendría, asimismo, que abandonar el TLC con América del Norte, que le impide integrarse a procesos como el Mercado Común del Sur, el Banco del Sur, Unasur, para volcarse centralmente hacia estos espacios.
Pero, además, tendría que fortalecer de nuevo su Estado, abandonar proyectos de privatización –antes de todo, de su empresa petrolífera, idea totalmente superada por las nuevas economías latinoamericanas que, al contrario, nacionalizan sus recursos naturales y fortalecen sus empresas estatales, y especialmente dedicarse a proyectos de desarrollo del mercado interno de consumo popular, de distribución de renta, de elevación del poder adquisitivo de los salarios, de expansión del empleo formal.
No basta por lo tanto una asociación unilateral con un país de la región para que México pueda cambiar el difícil futuro al que sus gobernantes lo han condenado. Sería necesario un verdadero cambio de modelo económico, implementado por fuerzas estrechamente vinculadas con las fuerzas democráticas, nacionales y populares con que México cuenta históricamente como su referencia fundamental como nación, en los centenarios de la independencia y de la revolución de 1910.