e han querido poner a buen resguardo, pero el tsunami los alcanzó. Las olas expansivas desatadas por el caso del pederasta y fundador de la Legión de Cristo, Marcial Maciel, van a continuar haciendo estragos en las cúpulas nacionales e internacionales de la Iglesia católica.
Cuando en 1997 Marcial Maciel fue denunciado públicamente por algunos de los muchos que en su infancia y/o adolescencia habían sufrido abusos sexuales del legionario mayor, los obispos Norberto Rivera, Juan Sandoval Íñiguez y Onésimo Cepeda increparon duramente a reporteros y analistas que solicitaban su punto de vista sobre el asunto. Dijeron entonces que el tópico podía reducirse a intereses aviesos de enemigos de la Iglesia católica, interesados en debilitarla y desacreditarla ante la opinión pública. Creyeron que con su ira desatada iban a tender un manto de silencio suficientemente denso como para que Maciel saliera bien librado.
Los buenos oficios protectores en favor de Marcial Maciel se extendían hasta Roma. Allí Juan Pablo II no permitió que el grueso expediente contrario a la cabeza de la Legión de Cristo pasara de los archivos a la toma de acciones concretas contra uno de los favoritos en el afecto del Papa. En varias ocasiones Juan Pablo II encomió, y puso de ejemplo, a Marcial Maciel y su orden religiosa ante otros sectores de la Iglesia católica, dado que nutrían las filas de la organización con un importante número de vocaciones sacerdotales entre los jóvenes y contribuían generosamente con recursos financieros a las arcas vaticanas.
Al poder clerical detrás de él, Marcial Maciel le añadía el poder del dinero representado por empresarios que gustosos se sumaron al boicot comercial contra medios interesados en difundir las historias de abusos. Desde aquel 1997 La Jornada se distinguió por hacer frente a las presiones y dio seguimiento al caso. Lo hizo, y lo hace, de tal manera que por lo publicado en sus páginas los interesados pueden conocer el asunto desde sus orígenes, desarrollo y últimas consecuencias en días recientes. Ningún otro medio impreso, radiofónico o televisivo ha sido tan constante en difundir información sobre el caso.
Los denunciantes de 1997, Félix Alarcón Hoyos, José Barba Martín, Saúl Barrales Arellano, Alejandro Espinosa Alcalá, Arturo Jurado Guzmán, Fernando Pérez Olvera, José Antonio Pérez Olvera y Juan José Vaca Rodríguez, prosiguieron en la causa de evidenciar en distintos frentes los terribles daños ocasionados a ellos por Maciel y en noviembre enviaron una extensa carta a Juan Pablo II.
En la misiva refieren las reacciones que en la cúpula clerical católica mexicana, y particularmente entre los legionarios de Cristo, levantaron sus declaraciones señalando a Marcial Maciel como contumaz pederasta. Informan a Karol Wojtyla que se continuaba construyendo “una conspiración de silencio, de vergonzoso encubrimiento y de una nueva e injustísima victimización contra nosotros por parte de personas de la jerarquía católica romana, de funcionarios ya informados del Vaticano y de altos miembros de la Iglesia mexicana. […] Después de que en los días 14, 15, 16 y 17 de abril [de 1997] aparecieron en el diario La Jornada más detalladas revelaciones sobre [nuestro caso], el obispo ‘emérito’ Genaro Alamilla, sin conocernos de nada, sin saber si decíamos la verdad o no y sin escucharnos, nos ofendió ante los medios públicos y descalificó, sin conocimiento alguno de causa, nuestros testimonios, llamándonos mentirosos y resentidos”.
Las siguientes líneas debieran ser bien leídas por Hugo Valdemar, vocero de la Arquidiócesis México, que en días pasados retó a quienes piden explicaciones sobre la actuación histórica en el caso Maciel del cardenal Norberto Rivera Carrera para que demuestren que el alto clérigo protegió de alguna manera a Maciel. En noviembre de 1997, los autores antes mencionados de la carta a Juan Pablo II afirmaron: “El mismo arzobispo de la ciudad de México, monseñor Norberto Rivera, nos difamó públicamente, como consta en la edición de La Jornada del 12 de mayo de 1997. […] Siendo mexicanos casi todos los ex legionarios que hicimos las revelaciones y siendo monseñor Norberto Rivera Carrera el pastor eclesial correspondiente más inmediato a la mayor parte próxima de nosotros, jamás nos convocó para poder conocer de nosotros mismos nuestra versión completa de los hechos manifestados y cuestionarla bajo cualquier procedimiento jurídico: canónico o, si procediera, del derecho positivo correspondiente. No, simplemente, y faltando a una de sus funciones de epískopos o supervisor (pues si el padre Maciel Degollado no depende de él, varios de nosotros, como fieles, sí), prefirió ofendernos ante cámaras y grabadoras y tomar partido incondicional por la parte poderosa, a la que señalamos como victimaria de nuestros cuerpos y de nuestras almas, antaño, y, ahora, de nuestro nombre y prestigio de hombres de bien”.
Su prepotencia impidió ver la turbiedad de las aguas a quienes en 1997 desdeñaron las pruebas contra Maciel. Con el tiempo las pruebas crecieron exponencialmente, y ellos continuaron con la teoría de que todo era un complot contra la Iglesia católica. Hoy el oleaje ya los alcanzó con tal fuerza que les ha despojado de sus ropajes, si no ante las instancias judiciales, sí frente a la opinión pública.