scribo estas líneas cuatro días después del terremoto que arrasó Chile. Este es un país de cerca de 17 millones de habitantes, con un índice de pobreza de casi 14 por ciento, menor al de otros países latinoamericanos, pero con una enorme desigualdad social y que, además, está envejeciendo paulatinamente, ya que el índice de fecundidad de las mujeres tiene un promedio de 1.97 (no reproduce ni siquiera la pareja paterna) y en Chile casi no hay inmigrantes pero sí emigrantes, pues cerca de medio millón de chilenos se fueron a Argentina.
Ahora, con el terremoto que barrió las zonas más pobres del sur y el tsunami que arrasó los pueblos y ciudades costeñas de esa zona, más de dos millones de personas se quedaron sin nada; decenas de miles de casas, tiendas, fábricas, escuelas y oficinas han sido destruidas, y las pérdidas materiales, según cálculos conservadores, ascienden a más de 40 mil millones de dólares, o sea que Chile acaba de perder cerca de 15 por ciento de su producto interno bruto.
Además, a la desigualdad entre las clases se agrega la desigualdad entre las regiones: Antofagasta, en el norte, tiene un producto interno bruto per cápita similar al de Corea (más de 27 mil dólares anuales), pero duplica el de la zona central (Santiago, Valparaíso) y quintuplica el del sur, la zona arrasada por el terremoto que, con poco más de 6 mil dólares anuales per cápita, tiene, en cambio, el nivel de Angola.
Agreguemos a esto que las estadísticas son tramposas, porque dan promedios y los ingresos de la minería norteña no llegan en realidad a la población local sino a grandes monopolios extranjeros o al Estado. Por eso, tratar de entender a Chile mediante sus cifras oficiales, sin analizarlas, es como si se quisiese medir el nivel de vida de Kuwait promediando los ingresos de un beduino o de un trabajador petrolero con los de la familia reinante…
La gente que se refugió en los cerros de las ciudades costeras del sur para escapar del maremoto o la que vive en las plazas desde hace días, sin abrigo, agua, alimentos ni dinero, y sólo con lo puesto, está desesperada. Los comercios están cerrados y no hay abasto de alimentos ni agua, mientras las farmacias están cerradas o ya no tienen medicinas. Como no hay luz, no funcionan los cajeros automáticos de los bancos y, además, los trabajadores esperaban con ansia el fin de mes para cobrar sus quincenas y están sin dinero.
Las familias más pobres, de pescadores, por ejemplo, perdieron todo y son las más numerosas. Deben encontrar agua y comida a toda costa y ven como provocación intolerable que algunos comercios vendan lo que tienen a precios quintuplicados o, peor aún, que mantengan cerradas sus puertas dejando que se deterioren los alimentos perecederos que ellas tanto necesitan. Esta es la causa del ingreso a la fuerza en supermercados, sobre todo para conseguir agua y alimentos para unos pocos días. Es cierto que el derrumbe de la cárcel de alta seguridad dejó en libertad a más de mil reclusos que tienen que asaltar a quien sea o robar cualquier cosa para conseguir dinero urgente y escapar lejos. Es cierto también que, como en todo desastre, hay elementos marginales y antisolidarios que asaltan los supermercados para llevarse algo de valor y que aprovechan para saquear o robar en las casas abandonadas de otros tan pobres como ellos. Pero no es cierto que exista vandalismo generalizado.
El gobierno, presionado por Piñera –que desde el primer momento pretendió la transformación del estado de emergencia en un rígido toque de queda–, ha tomado esos robos como pretexto para enviar 14 mil soldados a patrullar las calles y policías que, en vez de distribuir agua, barren con sus mangueras a los que la piden.
Pero la experiencia de la pequeña ciudad de Curicó, de 130 mil habitantes, donde se derrumbaron nueve de cada diez casas y todos los edificios públicos, indica que es posible otro camino. Ahí los pobladores se autorganizaron: en una plaza montaron una oficina para hacer una lista de necesidades y necesitados y responder a éstos; colocaron un generador para tener energía eléctrica, distribuyeron equitativamente el agua y los alimentos, garantizaron el orden.
En vez de desplegar al ejército en los barrios en desastre es posible hacer comités de pobladores y de propietarios e inquilinos de casas mal construidas por las inmobiliarias. Es posible planificar los recursos, organizar la distribución de los mismos, mantener el orden, ayudar a los más necesitados con los medios del lugar o exigiéndolos a los gobiernos locales y nacional. En eso pueden desempeñar un papel fundamental grupos de estudiantes, sindicatos, mutualidades, partidos de izquierda.
La alternativa orden militar o barbarie, es falsa y busca preparar para un gobierno inevitablemente duro, como será el de Piñera, que deberá enfrentar la reconstrucción en condiciones de grandes mermas de las industrias y el comercio chileno, y la pérdida de miles de puestos de trabajo, pues la industria pesquera y de conservas perdió 26 por ciento de su capacidad instalada; la maderera sufrió un duro golpe, lo mismo que las bodegas y la vinicultura, pues no se podrá recoger bien la vendimia. La pérdida del trabajo o la desocupación parcial, unidas a la impreparación demostrada por la Marina, al no prever el tsunami, y por las autoridades, al retardar cuatro días los socorros, empujarán a los más pobres a realizar protestas continuas.
Piñera, cínicamente, se congratula de que las destrucciones darán en los próximos meses 600 mil puestos de trabajo (él prometió un millón en un año) y, por supuesto, no considera los puestos esfumados con el desastre. Su insensibilidad social preanuncia cuál será su política. Por eso, al mismo tiempo que la autorganización busca aliviar los sufrimientos de los más pobres, debe impedir que sean doblemente víctimas: del terremoto y de la derecha, y preparar la reconstrucción racional de las ciudades destruidas partiendo de las experiencias que deja este desastre.