alinas acusa a Zedillo de haber actuado en forma desleal, al informar sobre la devaluación, a empresarios privilegiados que hicieron fortunas a costa del país; Serra Puche defiende a Zedillo y atribuye los males económicos, a errores del gobierno de Salinas, y Aspe, secretario de Hacienda del gobierno de aquél, reconoce errores en la privatización de la banca en 1991.
Todos ellos y los demás economistas que se encontraban a su alrededor siguen viviendo ricos y tranquilos; la economía del país, que estuvo en sus manos y bajo su dirección, está por los suelos y va de mal en peor a partir de las épocas en las que ellos fueron los responsables, e impusieron políticas neoliberales y desmantelaron nuestro peculiar sistema de economía mixta. Con ello, no sólo violaron la Constitución Mexicana, que reconoce la existencia de sectores económicos público y social al lado del sector privado, privilegiado por ellos al extremo, sino que pusieron a los empresarios pequeños y medianos contra la pared y dejaron en el abandono el campo.
Hoy discuten inútilmente entre ellos quién tiene más culpa en el desastre y cómo fue que, entre otras cosas, nos quedamos sin una banca nacional. Salinas se duele de que los bancos estén en manos de los extranjeros, olvidando que el Tratado de Libre Comercio, promovido y firmado por él, abrió las posibilidades de que empresas trasnacionales se adueñaran, entre otras muchas cosas, de las instituciones financieras.
Olvida también que cuando propuso suprimir el párrafo de la Constitución que reservaba al Estado mexicano el servicio de banca y crédito requirió del voto favorable de la bancada del PAN en la 54 Legislatura, voto que obtuvo cabildeando y presionando a los legisladores por conducto de sus amigos en la directiva de ese partido.
Algunos diputados que vislumbrábamos atrás de su propuesta signos de pesos, o más bien de dólares, consideramos que si bien podía ser positivo para el país la convivencia entre la llamada banca de desarrollo y la banca privada, era indispensable determinar algunas reglas mínimas en la propia Carta Magna que evitaran monopolios, prácticas desleales o concentración del servicio en la capital del país y en las grandes ciudades.
Para ello propusimos que se aceptara suprimir el monopolio del Estado, pero se aprobara un texto constitucional que regulara, en grandes líneas, las medidas referidas. También propusimos confirmar, bajo la protección constitucional, un sistema de banca social que ya existía como sociedades cooperativas y cajas de ahorro popular.
Ante la urgencia de obtener nuestro voto, en principio se aceptó la propuesta y se redactaron y discutieron varias modalidades del texto posible; quien representaba en esas negociaciones al gobierno salinista era Manuel Camacho Solís y por nuestra parte asistíamos varios diputados encabezados por el secretario general del partido y coordinador de la bancada panista: Abel Vicencio Tovar.
Todo parecía indicar que el gobierno doblaba las manos y consentía en una banca democrática, abierta al accionariado de sus propios trabajadores bancarios, regionalizada y prevenida para evitar monopolios y posibles abusos de los nuevos banqueros; sin embargo, los cabildeos y arreglos entre la directiva del partido y otros funcionarios salinistas hicieron que el número de diputados panistas empeñados en la regulación de la banca privada se fuera reduciendo hasta el número de 29, de 101 que inicialmente defendíamos la postura.
Me constan las presiones de dentro y fuera, recomendaciones comedidas unas, insistentes y nerviosas otras, para que aceptáramos la privatización bancaria sin condiciones, porque, según decían, detenerla era detener el avance del país y la confianza de los inversionistas extranjeros.
Al correr de los años, estas mismas razones se han vuelto a esgrimir una y otra vez para todo aquello que los genios de la economía
pretenden sacar adelante: cambios, proyectos y programas que, hasta donde se ha visto, los dejan a ellos muy orondos y satisfechos, pero al país cada vez más hundido y comprometido.
Lo que sucede es que todos esos expertos, tecnócratas y especialistas tienen en común dos cosas: por un lado, su gran ambición personal y su habilidad para salir beneficiados de los arreglos y cambios; y, por otro, su preparación profesional en universidades extranjeras, especialmente en las de Estados Unidos.
Por esta última circunstancia carecen de un sentimiento profundo de amor a la patria y, so pretexto de la globalización, aceptan lo que les proponen de fuera y sueñan resolver todo conforme a las recetas que apresuradamente aprendieron en sus años cómodos de estudiantes, sometidos a dogmas y principios que pueden quizá tener aplicación eficaz en otras latitudes, pero que no necesariamente, como se ha visto, son útiles en nuestras tierras.
El historiador estadunidense Joseph H. L. Schlarman, en su extraordinario libro México, tierra de volcanes, relata una anécdota de unas tierras del obispo Gilow de Oaxaca, donde había una trilladora flamante, pero sin usar, porque era muy buena en las grandes extensiones del valle de Mi-ssissippi, pero inútil en las delgadas tierras de los valles centrales del estado mexicano de Oaxaca.
Ignorancia de nuestra realidad y falta de arraigo y de patriotismo nos han conducido de tumbo en tumbo a la pobreza y la dependencia y sólo un gran movimiento social, desde abajo y con la participación de la gente, podrá reiniciar un proceso de cambios sin desviaciones ni traiciones.