Opinión
Ver día anteriorSábado 27 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La otra cara de la inmigración
M

ientras esperaba la conexión entre Santa Cruz de la Sierra y La Paz, Bolivia, procedente de Madrid, una conversación distrajo mi atención. De forma casi obligada y para evitar ser descubierto disimulé seguir absorto en mi lectura. Dos mujeres intercambiaban sus experiencias como inmigrantes en España. Se habían conocido en el avión y 10 horas de vuelo dan para mucho. Ahora esperaban ansiosas llegar a su destino: Cochabamba. La familia estaba enterada, y a pocos días del carnaval la fiesta de bienvenida se les antojaba un delicioso aperitivo. No había rencor ni odio en sus palabras. Relataban hechos. Habían emigrado con sus esposos en los años 90. Por ese tiempo España les parecía un buen destino. El idioma y la exención de la visa de entrada eran dos buenas razones para su elección. Las noticias procedentes de España les hacia albergar un futuro feliz. Eran años de vacas gordas y una avanzadilla de compatriotas les animaba a seguir su camino. No tendrían problemas para encontrar trabajo, regularizar sus papeles y de paso ampliar la descendencia.

Salir de Bolivia se había convertido en una necesidad. Corrían los tiempos del neoliberalismo. Privatizaciones, despidos forzosos, inflación y sobre todo falta de perspectivas. Se imponía romper el círculo de la pobreza y emprender vuelo. Sus pertenencias, comentaban, esgrimiendo una sonrisa, cabían en una maleta. Ahora, la cosa era diferente. En este viaje acumulaban exceso de equipaje. Para evitar sobrepeso, en el mismo aeropuerto de Barajas, se despojaban de lo prescindible. Los empleados de la compañía no dejan para un gramo de más. Por suerte, para la despedida, les acompañaban amigos o sus esposos, de esta manera soltaron lastre. No estaban dispuestas a pagar sobrepeso. Les fastidiaba la incomprensión de los funcionarios. No entendían su actitud. En mi fuero interno les daba la razón. Había sufrido en mis propias carnes la misma intolerancia. El equipaje de mano, según la norma, no debía exceder los seis kilos, el mío tenía ocho. Sin compasión y a pesar de mostrar que se trataba de libros, debí meterlos en una maleta casi vacía. No hubo forma de convencerlos que sumados no sobrepasaba los kilos permitidos.

El viaje había sido largo. Los vuelos trasatlánticos lo son. Sin embargo, el cansancio y las horas de espera no mermaron el relato de ambas contertulias. Eran apasionadas. Pienso que deseaban ser escuchadas. Por eso hablaban en un tono elevado. Se sentían orgullosas. Durante una década de residencia en España, habían conseguido sus objetivos. Tenían sus papeles en regla y gozaban de trabajo, aunque apuntillaban, les pagaban poco. Aún así, siempre enviaron platita a sus hermanos, padres o abuelos. Unas veces más y otras menos. Y cuando la ocasión lo ameritaba tiraban de los ahorros y se plantaban en Cochabamba. Para ellos, no era sacrificio. Suponía tomar aire, rencontrarse con los olores y los sabores de las comidas criollas. Unas vacaciones antes de volver a España: en la península les esperaba una realidad poco halagüeña. Su vida consistía en trabajar, trabajar y más trabajar; el descanso era casi una herejía. Para desahogar las penas y no perder el contacto, cada fin de semana llamaban a sus parientes. Así se daban ánimos y retroalimentaban sus sueños y esperanzas.

Ahora, pasado el tiempo, tenían hijos españoles. Los mayores, en primaria, estaban aprendiendo valenciano y catalán, así se adaptaban mejor. La conversación parecía tener un hilo lógico. Pero en ese momento dio un giro inesperado. Una de ellas estaba embarazada. Sería su cuarto hijo y nacería en la tierra de sus ancestros, era una decisión meditada. Por eso adelanto su viaje. Los otros tres los parió en Alicante. Fue como un toque de atención. No volverían a España. Este viaje era definitivo. Sus maridos regresarían más tarde. Ellas trabajaron como asistentes de hogar y sueldos de miseria. Sufrieron el chantaje de sus empleadores, quienes les recordaban a cada momento que gracias a ellos tenían los papeles. Por tal motivo debían mostrar agradecimiento y callarse. El dolor que traían era interno. No huían del trabajo. Sólo expresaban la falta de humanidad de unos patrones que las consideraban sus esclavas. A una de ellas, sus jefes le amenazaban con su expulsión. Mientras hablaban, otras mujeres se sumaron corroborando sus historias. Todas procedían de España. Unas de Valencia, otras de Barcelona, Murcia o Madrid. Era la misma realidad descrita por Anne Bar Din en su imprescindible libro: La vida de los trabajadores latinos contada por ellos mismos, publicado por la UNAM y Siglo XXI. .

Cuando estaba a punto de embarcar, las mire por última vez, note un brillo en sus ojos. Pensé que era cansancio acumulado. Me equivoque. En esos momentos sacaban fuerzas de flaqueza y se mostraban felices. Su país, decían, tenía un gobierno en quien confiaban y un presidente al cual respetaban. Para ellas, Evo Morales formaba parte de los suyos. Era el momento de retornar. Una nueva vida les esperaba en Cochabamba: hacer realidad la ciudadanía plena.