Galileo y los paparazzi
El llamado de la vista / XXV
acinta se sintió anonadada por el dato de su anónimo correspondiente: si era cierto que los tapones de corcho no existían en tiempos de Cortés, ¿era auténtico su frasco? ¿Podía quedar en él algo así como la traza del alma del Conquistador? No pudo seguir leyendo el texto del mensaje. La luz de la mañana siguiente la encontró ojerosa, despeinada y con la boca pastosa, inclinada sobre la pantalla de su computadora, coleccionando cuanto dato histórico había en la red sobre los usos del corcho, los tapones fabricados con ese material y los frascos de vidrio soplado.
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Conforme iba de tianguis en tianguis y de pueblo en pueblo, Rufina adquiría conciencia de ser víctima de un equívoco mayor: se sentía mujer, pero tenía cuerpo de hombre. Tal vez había sido esa incongruencia la que lo había llevado a comprar y a leer, una y otra vez, un manual de brujería titulado Devolver el alma al cuerpo, un pequeño tomo que llevaba siempre consigo, junto con sus vestimentas de ambos géneros. Aprendió a pregonar medicinas milagrosas que curaban el cáncer, las várices y la locura, destapadores de tuberías que actuaban en treinta segundos, afiladores inventados en la NASA, veladoras incandescentes que operaban a base de energía solar, y hasta trapos para cocina con bonitos estampados a cinco por el precio de tres, la oferta, la promoción.
Trabajaba para las redes de distribución de baratijas de contrabando que dependen de la Aduana de Veracruz y que extienden sus tentáculos hasta la otra costa, en Michoacán y Guerrero. Al levantarse el tianguis, por la tarde, pasaba a buscarlo el encargado. Hacían corte de caja de productos vendidos, dañados y sobrantes, Rufino recibía su comisión y los datos para ponerse en contacto con el encargado de la localidad siguiente. Esa misma tarde tomaba un autobús, partía al siguiente destino, se hospedaba en un refugio de mala muerte, con tres camas por habitación, y a la mañana siguiente, muy temprano, llamaba por teléfono, desde un aparato público, al encargado. Recibía un lote de mercancía cualquiera, junto con una instrucción básica para anunciarla, se le asignaba un sitio en el tianguis y pasaba las horas siguientes gritando la maravillosa oferta, se va a llevar, sólo por esta vez, en una promoción, en una oferta. Después del mediodía se tomaba un pequeño descanso para comer algo en algún puesto del mercado y seguía en la venta hasta las cinco o seis de la tarde, hasta que pasaba el encargado para hacer el corte. Y vuelta a empezar: a la estación de autobuses, a otra localidad, a un hotelucho miserable, a otro encargado, a otra promoción, una oportunidad, se va a llevar.
No debía quedarse dos días seguidos en un sitio porque no tardarían en aparecer clientes defraudados por la mala calidad y las virtudes inexistentes del producto comprado. Así recorrió la costa, desde Coatzacoalcos hasta Alvarado, pasando por los Tuxtlas; en esas subió a Tlalixcoyan, volvió a bajar a Antón Lizardo, conoció el puerto de Veracruz, trabajó en Paso de Ovejas y Cardel; con ese oficio viajó hacia el norte, a Vega de Alatorre, a Nautla, a Tecolutla y Gutiérrez Zamora; en la venta de baratijas llegó hasta Cazones y volvió al sur por Poza Rica, Papantla, Martínez de la Torre, Tlapacoyan... Solitaria, vestida del hombre que no era, aunque lo fuera, sin poder vestir los atuendos femeninos que iba adquiriendo a cuentagotas y atesorando en las dos cajas de cartón que hacían su equipaje. Hasta que un día, en Altotonga, conoció a su primer amor.
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En París, en la vivienda del colombiano Evaristo Terré, Andrés olvidó por un momento sus tormentos de amor y se concentró en el puente inverosímil que su anfitrión construía entre la física y la metafísica.
–Olvide por un momento sus ideas de científico, pues –decía Evaristo. Úsalas para imaginar cómo podría ser la estructura física del alma.
–Un compuesto; un elemento desconocido; un estado de la materia –enumeró Andrés, dando palos de ciego.
–A ver, Andrés: ¿Qué es la conciencia, según vos?
Terré transitaba en forma arbitraria del usted al tú y de éste al vos, y Andrés se preguntaba cómo podía manejar tantas conjugaciones al mismo tiempo sin confundirse.
–No sé. Tú dime.
–Pues el conjunto de interacciones químicas y electroquímicas que tienen lugar en el sistema nervioso de un individuo. Ahora imagínese que ese conjunto pudiera replicarse, así como usted copia el disco duro de su computador en otro disco duro: podés hacerlo, en teoría, y si lo hacés, podés tener el alma de un fulano metida en un frasco, y enchufársela a otro hardware el día que se ofrezca. ¿Verdad?
–Sí –concedió el mexicano.
–Ahí tiene, pues, m'ijo –remató Terré: la idea de su novia tal vez no sea tan disparatada, y en una de esas hasta puede ser cierto que tiene a Almagro metido en una botella.
–No es Almagro, es Cortés –dijo Andrés, exasperado por las distracciones de su interlocutor.
* * *
Cuando llegó a la bodega donde Don Rufina se fermentaba, Sánchez Lora echó un vistazo al cuerpo y decidió que de él no iba a sacar mucha información. Le pareció que, en todo caso, podría encontrar algo en los objetos y documentos. Se dirigió directamente al comandante de la policía, al que conocía bien; lo saludó y le pidió un favor:
–Manito, en esta historia tengo un interés especial. Me gustaría acompañar a los ministerios públicos en el reconocimiento del sitio.
–Usted, haga su chamba –le respondió su interlocutor, con severidad fingida, y Sánchez Lora interpretó bien el significado de complicidad del gesto. Pidió a Pérez y a Manrique que se hicieran cargo de levantar el cuerpo y se puso a deambular por el local, tragándose con los ojos cuanto detalle observaba. Sus compañeros de oficio pensaron que Sánchez Lora no quería tomar parte en la diligencia debido al estado de putrefacción del cadáver, y Pérez le espetó:
–A ti no te gusta joderte con los que jieden, ¿verdad?
Pero el aludido no hizo caso a la observación ni a las risas que la siguieron. Siguió a los encargados de la investigación sin obstaculizar su trabajo. Uno de los ministerios públicos abrió el único cajón de un escritorio escolar en el que Don Rufina se sentaba a hacer cuentas y del mueble salieron papeles y una tira de retratos tomada por alguna máquina tragamonedas.
–A ver, pérame tantito, déjame ver esa foto –pidió al funcionario que se aprestaba a meterla en una caja de cartón. Éste concedió y aproximó las fotos a la vista de Sánchez Lora. El médico forense observó dos rostros: uno era el de la víctima, no cabía duda: ese hombre al final de la cuarentena, sonriente y beatífico, tenía la misma estructura facial y eran los mismo rasgos varoniles, embozados por una capa de maquillaje, del cadáver yacente a unos metros. En sus años de servicio, Sánchez Lora había aprendido a descontar mentalmente las deformaciones que la muerte produce en una cara, o bien, las que el movimiento de la vida imprime en un rostro inerte. Sabía perfectamente cuáles músculos del rostro sucumben a la flacidez del fallecimiento, cuáles se delinean por efecto de la cadaverina, qué zonas faciales se abultan a consecuencia de los gases y la acción bacteriana. Y el otro personaje de la foto... Esa cara afilada... Los arcos ciliares casi rectilíneos... El cutis cetrino... Los labios delgadísimos... El forense sentía cierta familiaridad con los rasgos, vistos en forma aislada, pero no podía ensamblarlos con ningún recuerdo específico. De golpe supo por qué: él había visto esa cara, pero la había visto separada en varios pedazos. Entonces comprendió:
–¡Este es el aplastado que recogimos el otro día!
(Continuará)
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