a cuenta regresiva para enfrentar el futuro de los comicios de 2012 lleva ya un largo trecho recorrido. Partidos, grupos de presión, corporaciones religiosas y movimientos sociopolíticos han ido puliendo sus arreos y depurando propósitos. Algunos de estos actores, más meticulosos, se han venido preparando para una disputa que, a todas luces, será sin cuartel. Unos de ellos confían en la calidad y cantidad de sus ventajas comparativas que devienen de sus posiciones de poder. Otros, con medios limitados, iniciaron sus tareas apenas despuntaba el presente sexenio, siempre atentos a los urgentes llamados de auxilio que, desde la base de la pirámide, lanza la gente. Pero todos tienen clavada la mirada en la próxima renovación del Poder Ejecutivo federal, la joya de tal pugna que puede o, mejor dicho, debe ser definitoria para la transformación nacional.
En medio de la baraúnda circundante hay quienes, atados a sus privilegios e intereses de gran escala, enfocan el venidero momento decisivo como una ansiada continuidad ineludible, soporte del sistema establecido. Pero también hay quienes se afanan por una oportunidad de cambio, no sólo de agentes partidistas, sino de régimen y modelo de gobierno. La lucha se va decantando entre dos polos de propuestas, entre dos trabucos del espectro ideológico: la atrincherada derecha cupular, detentadora de medios cuantiosos, y la izquierda social, enraizada entre los de abajo donde finca sus esperanzas y los cimientos de un real afán de cambio. El escenario futuro, por tanto, se antoja encaminado a una encrucijada donde la polarización será un distintivo delicado. Las débiles instituciones nacionales serán puestas a duras pruebas.
La competencia que se deja ver desde ahora muestra un rostro congestionado por el temor a ese nuevo horizonte empapado de justicia distributiva, a la apertura de posibilidades ahí donde sólo hay cerrazón y dictados desde arriba. En fin, por el miedo de unos cuantos a perder sus ventajas heredadas o conseguidas en el tráfico de influencias indebidas. Los paladines oficialistas, usufructuarios del sistema establecido, acostumbrados a las lisonjas de la riqueza y el autoritarismo, no se atendrán a las reglas escritas e irán hasta el mero borde del desfiladero y un tanto más allá. Tampoco se observa que la elección venidera quedará signada por la añorada transparencia, la observancia de conductas éticas o la sujeción a los cauces marcados por las instituciones diseñadas para tal efecto. Lo que está en juego es mucho para todos los rivales, para, en efecto, contener y dar salida a las muchas ambiciones que se cobijan en la normalidad o esas otras que sueñan con modificar rumbos y convivencias.
La izquierda buscará una efectiva superación no sólo de la crisis actual, sino de la profunda decadencia que se padece. En el fondo se plantea la urgencia por erradicar las enormes disparidades en la apropiación de la riqueza y las oportunidades. La derecha pugnará por acrecentar las libertades (rendimientos al capital las llaman algunos, otros expoliación) para los suyos que, en resumidas cuentas, son los que han salido beneficiados por el modelo en boga. Es por eso que, a través de sus muchos voceros, facilitadores, litigantes y cabilderos solicitan, presionan, inducen y exigen finiquitar, sin demora adicional, las reformas pendientes, esas que han catalogado de estructurales. Reformas que van destinadas a consolidar el dominio de su estirpe de mandones. Diseñadas para la intransigente y, sin duda, cruenta continuidad del modelo puesto que, al final de cosas, siempre resultan en perjuicio de las mayorías.
Lo más notable de todos estos preparativos es el necio trajín de la derecha por sacar de la jugada, mediante una furiosa campaña de denuestos y mentiras, a uno de los principales actores, precisamente el que plantea la renovación tajante de la vida nacional. En el rincón contrario, parapetados con las mejores armas propagandísticas y una amplitud inmensa de recursos adicionales, se sitúan los partidos y grupos que han moldeado el poder público del país, los que lo han usufructuado durante demasiados años. En tal estado de cosas se aprecia, con ribetes bien marcados por la práctica cotidiana, una estrategia vital para la prolongación de sus amplios beneficios: el debilitamiento y la captura de los organismos que deberán actuar como árbitros imparciales: el IFE y el TEPJF. Ante ellos se rinden con interesada mansedumbre y poquiteras solicitudes de atención y apoyos. A este selecto arreglo cupular también se agregan otros agentes vitales: la misma Suprema Corte de Justicia o la Procuraduría General de la República, que tiene dependencias encargadas de perseguir los variados delitos que se presenten en el transcurso del proceso electivo.
Una vez que la crisis ha penetrado hasta las entrañas sociales, habrá que denunciar, con la mayor conciencia que se pueda, los intentos de la derecha por retornar a eso que llaman normalidad. Es decir, la conducción de los asuntos públicos tal como han sido llevados, desde hace cuando menos 30 años, 25 de los cuales son de atroz estancamiento y, al final, de marcada decadencia. Para evitar accidentes adicionales y entretener al electorado, la derecha se esmera en utilizar señuelos que a muy poco conducen. La famosa, por pasajera e intrascendente, reforma política del señor Calderón no es mucho más que eso: un distractor, aunque algunos notables la eleven a la categoría de asunto decisivo. Lo realmente importante es saber que, aparte de minucias como las que ahora se discuten en cenáculos y cámaras, el voto aún no cuenta ni se cuenta en la forma debida, al menos con la atingencia indispensable para dotar de legitimidad a la facción triunfante.