Sobre El Pana, esencias e injustificada ausencia
anuel Camacho Higareda, fino poeta tlaxcalteca autor del ya clásico poemario Al Alimón, bella e inteligentemente prologado por el matador alicantino Luis Francisco Esplá, comparte estas agudas reflexiones en torno a uno de los grandes ausentes de la actual temporada en la Plaza México por ser uno de los que allí más interesan.
El toreo de moralistas –comienza Camacho Higareda– no es para toreros como El Pana. La ortodoxia taurina eleva principios rígidos para imponerlos como indiscutibles; se arrellana en ideas categóricas del deber ser; aspira a implantar modelos de conducta, modelos de torero. Aquel que no se ajusta habrá de lidiar a la bestia del reproche y la censura.
Mientras que la pureza técnica parece más bien comprometida con la dirección de la conciencia, la propuesta de El Pana está enfocada a la descripción del alma. Sus seguidores son propensos a los estados de ensoñación y éxtasis, a dejarse arrastrar por su talante pletórico de sugerencias y surrealismos, de sugestiones. Dentro y fuera del ruedo, el coleta de marras se distingue por aparentes excesos. Podrían éstos ser vistos como algo más que simples histrionismos: cada una de sus acciones parece denunciar un estado de cosas diferenciado y sancionable.
Sus consabidos arranques actorales no son una simulación. Él es verdaderamente el personaje que para sí se ha inventado. Las actuaciones profesionales del torero, lo mismo que la diaria conducta –actos, actitudes y palabras– de Rodolfo Rodríguez, poco tienen que ver con preciosismos y exquisiteces. Los dramatismos telúricos, y a veces hasta patéticos, inexorablemente conmovedores, son su elemento.
Nadie se queda sin reaccionar ante la figura o ante la persona. No falta quien se emociona, se enternece, se entusiasma o quien se siente invadido por la desazón, por el incómodo asombro, por la perturbación. En sus puntadas y pincelazos, contundentes, lo mínimo contiene a lo máximo: un trincherazo o un brindis a las suripantas, a las putas… son detalles de individuos de ingenio, de toreros de genio, de artistas geniales.
Los 28 años de aparente nada como relegado matador, por ejemplo, fueron la fragua de su todo reciente: ¿Qué habría sido del sabor y de la intensidad de aquel 7 de enero de 2007 en la Plaza México, de sus consecuencias, en caso de una trama normal a lo largo de su biografía taurina? ¿Qué habría sido de El Pana? ¿De qué escribiría yo en este instante? ¿Qué estaría usted leyendo?
Volviendo a los moralismos, en la ortodoxia la afición le exige al torero, lo observa, lo fiscaliza, le demanda absoluto apego a lo asentado en los manuales. El pulcro matador se ve compelido a alardear de su educación academicista y de su refinamiento, se esmera en el virtuosismo para satisfacción de los otros.
El Pana se vanagloria de su propio y primitivo ser. Ejerce una gracia y una perspicacia tal que evita los lugares comunes, típicos de la rectitud aprendida. Una originalidad desconcertante lo distingue. Su singularidad no se halla en las medianías de los clasicismos sino en los límites de lo sorprendente. Es un personaje de extremos y, después de todo, los extremos sirven para atar cabos, concluye Manuel Camacho Higareda.