Opinión
Ver día anteriorSábado 6 de febrero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Dominique y Nicolas
A

lejandro Dumas narra en sus novelas una historia de Francia tal como él mismo la soñaba. Los tres mosqueteros, quienes son en realidad cuatro: D’Artagnan, Athos, Porthos, Aramis, hechizan. En efecto, ¿qué niño podría resistir al encanto de la epopeya de estos héroes caballerescos?, ¿las intrigas del cardenal Richelieu o a los amores de la reina Ana de Austria con el duque de Buckingham?

Cosa extraña, no sólo los niños sueñan. Basta mirar a Dominique de Villepin. Este antiguo primer ministro del gobierno francés, cuando Jacques Chirac era presidente, acaba de ganar ahora un proceso contra quien él había designado como su acusador y enemigo principal: Nicolas Sarkozy, actual jefe de Estado en Francia. D’Artagnan ganó. El hermoso Dominique posee una fuga, una silueta de mosquetero. Fue él quien, frente a toda la Asamblea reunida de la Organización de Naciones Unidas, retó al poder de George W. Bush, oponiendo su veto, en nombre de Francia, a la invasión del ejército estadunidense en Irak. La expedición militar no fue asumida más que por el imperio estadunidense y sus aliados incondicionales. La aventura viró mal. Aunque George doblle you pudo atreverse el lujo de decir misión cumplida, la misión, lejos de ser cumplida, se transformó en un fiasco del que la armada estadunidense no ha aún salido. Un nuevo Vietnam, según la predicción de los rusos. Era necesario tener panache y audacia para osar decir eso ante la Asamblea de las Naciones Unidas. Villepin tuvo ese panache. Y fue aplaudido, de pie, incluso por los periodistas presentes en esa ocasión. Cosa exepcional.

Dominique de Villepin se soñaba, y aún se sueña, presidente de la República. Nicolas Sarkozy fue electo y le tomó el lugar. Un usurpador, en la mente de Villepin. Nicolas y Dominique, ambos hechuras, hijos políticos, de Chirac, se odian con pasión. El odio es a veces más tenaz y más fiel que el amor. En el proceso donde Dominique corría el riesgo de verse condenado y de perder toda esperanza de un porvenir político, plan que colmaba los deseos de Nicolas, el duelo era grave. Dominique acaba de ganarlo, Nicolas no debe estar muy satisfecho del triunfo de su más fiel enemigo. Ambos hombres están ligado de por vida con el contrato del odio y la rivalidad.

El combate continuará. La procuraduría acaba de protestar contra el juicio que eximió a Villepin. Éste afirma que la procuraduría actuó bajo la presión del Elíseo, ocupado por Sarkozy. Habrá, así, un segundo proceso. El amor, el odio, duran lo que dura la vida, y van hasta la muerte. La política es también una pasión. Shakespeare, Balzac nos lo muestran. El rey Lear no es sólo un rey, es también un hombre, como todos, y un padre. Por ello pierde la razón, se vuelve loco ante la traición y felonía de dos de sus hijas: es un hombre. Nicolas también. El odio que siente corre el riesgo de hacerle perder la razón.

Todo poder corrompe. El poder absoluto corrompe absolutamente, escribió el filósofo Alain en sus Propos. Los presidentes deberían acordarse de este pensamiento, si aún tienen tiempo de leer. La corrupción, de la cual todos hablan tan a menudo, sin comprender que ya está contenida en el simple ejercicio del poder puesto que le es consustancial. Dirigir, dar una orden, es rara vez legítimo, más a menudo es un abuso. Si la pasión se mezcla, se vuelve delirio. La novela teatral que proponen Dominique y Nicolas es un vodevil de la mejor tradición francesa, donde las puertas rechinan, los seductores se esconden en los armarios y lo cornudos dan risa. ¿O estamos, más bien, ante una pieza de Sófocles o Shakespeare?

Esta grave cuestión, vodevil o tragedia, no tiene interés ni importancia. El poder político tampoco. Que se permita a un escritor considerar estos juegos juveniles con cierta algura, con la distancia propia al escritor que le permite sonreír. Incluso arrancarle una carcajada. Como sabe arrrancarla Ubú rey en la hilarante obra de teatro de Alfred Jarry.