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El francés se puso del lado del público, en histórica decisión

Castella se niega a matar a un novillo en la Plaza México

Rafael Ortega sufre una cornada de tres trayectorias y fue hospitalizado

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Sebastián Castella conmovió a los aficionados con su calidad y templeFoto Iván Castaneira / Latitudespress
 
Periódico La Jornada
Sábado 6 de febrero de 2010, p. a35

Sebastián Castella, el segundo mayor torero en nuestros días, escribió anoche una página de oro en la historia de la Plaza México, al negarse a matar un novillo impresentable de la ganadería de Los Ébanos, pese a la presión del empresario Rafael Herrerías, del juez Roberto Andrade y del jilguero de Televisa, Humberto Murrieta, que lo conminaban a despacharlo, aunque el público ya lo había rechazado furiosamente en un espontáneo motín popular.

Llovían los cojines, en medio de una gritería ensordecedora, cuando ignorando el descontento del gentío, el juez ordenó que prosiguiera la lidia. Pero en ese momento, poniéndose del lado de quienes habían pagado para verlo torear, Castella convocó a sus banderillero al burladero de matadores y les prohibió que se movieran de ahí.

Ante el desconcierto del juez, que en toda la temporada se ha conducido como un auténtico lacayo de Herrerías, Castella se mantuvo impertérrito, en tanto arreciaban la cojiniza y la gritería de que el becerrote fuera devuelto a los corrales.

Desesperado al ver que Sebastián no iba a obedecerlo, Herrerías le ordenó a señas que lo matara y anunciara un ejemplar de regalo. Con toda serenidad, en consecuencia, Castella salió al tercio, levantó el índice derecho y comunicó al público que mataría un toro más, pero regresó al burladero y confirmó que no se ocuparía del esperpento que la gente abucheaba.

Nunca, léase bien, nunca en la historia de la plaza México un torero se había colocado del lado del público y desacatado las órdenes de quien regentea el pozo de Mixcoac, señor de horca y cuchillo habituado a humillar a tantos aspirantes a figuras de la fiesta que se comportan ante él como siervos.

El histórico sainete de anoche comenzó a gestarse cuando una vez transcurrida la primera mitad de la decimocuarta función de la temporada de invierno 2009-2010, que era también conmemorativa del 64 aniversario de la México, el público se hartó de los pésimos cornúpetas del hierro de Los Encinos escogidos por Herrerías para tan magna ocasión.

Y la furia estalló cuando saltó al ruedo el cuarto de la noche, que clavó los cuernos en la arena, se lastimó las vértebras cervicales y se atrofió las patas delanteras. Aunque era más que obvio que había quedado inválido, el juez llamó por teléfono al empresario para pedirle instrucciones. Herrerías midió el enojo de la plebe y autorizó a la autoridad a ordenar el cambio.

Salió entonces Nieto, de 493, un cárdeno claro muy pegajoso, que se revolvía en un palmo de terreno y recibió insuficiente castigo en varas y fue mal lidiado en banderillas, por lo que llegó al tercer tercio hecho un jeroglífico que Castella no atinó a descifrar.

Luego saltó a la arena Ximeno, de 525, un marrajo con muchas patas, al que Rafael Ortega intentó adornar en el segundo tercio sin mayor lucimiento, pero durante la faena de muleta el bicho lo prendió en el muslo derecho y lo zarandeó en el aire una eternidad; no obstante, con un torniquete en la pierna, Rafael volvió para matarlo de certero espadazo, antes de irse a la enfermería y de allí al hospital, con una cornada de tres trayectorias y de pronóstico reservado.

A continuación compareció Borrero, de dizque 540, que la gente rechazó indignada y el juez devolvió con presteza. A ese engendro lo sucedió Capulín, de Los Ébanos, que fue ya el colmo del colmo y suscitó el motín popular antes descrito, respaldado gallardamente por el artista francés que no se dignó a matarlo. Por último, surgió del túnel un reserva más de Los Encinos, con el que Castella bordó el toreo de muleta, recreándose y conmoviendo a la afición, con su enorme calidad y su maravilloso temple, pero una vez más, por desgracia, lo pinchó y tuvo que rematarlo a golpes de descabello, antes de retirarse del embudo con notable precipitación, entre rumores de que la policía iba a arrestarlo por desacato a la dizque autoridad.