uando era adolescente vivía en el pueblo de Tacuba, donde mis padres tenían una zapatería. Otras familias judías de ese barrio las tenían también; había dos hermanos que no se saludaban y cuyas tiendas eran muy diferentes entre sí, la del mayor, grande y suntuosa, con un inmenso pasillo, un local repleto de cajas de zapatos y bancas de madera; la del otro hermano, más modesta, quizá tan humilde como la nuestra. Nuestra zapatería se llamaba La nueva y tenía modelos del centro y los precios de los zapatos eran de Tacuba. Aunque la segunda tienda mencionada fuera más humilde, a mí me parecía extraordinaria; daba la casualidad de que la hija mayor del dueño de la tienda era una extraordinaria pianista de apenas 15 años y yo, de 13, empezaba a ser melómana.
A menudo visitaba a mis vecinos para escuchar a Shulamita –ese era su nombre–, a quien me fascinaba oír tocar, especialmente cuando interpretaba a Chopin y su Estudio conocido como el revolucionario. Luego, en mis clases de piano con la maestra Virginia Montoya, de ilustre familia, me fue dada la suerte de comprobar de manera irrefutable que jamás sería una buena pianista: otra de sus alumnas, Alicia Urrueta, después conocida compositora y esposa del gran fotógrafo Nacho López, interpretaba magistralmente a su vez la misma composición, piedra de toque de mi educación musical, mi preferida, junto con un nocturno de Chopin que en una película sobre Dorian Gray tocaba el actor que representaba ese papel.
En 2004 escuché un recital de Maurizio Pollini en El Liceo de Barcelona, estaba yo sentada detrás del escenario, casi junto al pianista, y podía observar sus gestos, el movimiento de sus manos, así como percibir con nitidez cuando resonaban en mi alma –así de cursi– cada una de las notas, y conmoverme como si oyera por primera vez el estudio revolucionario y el nocturno que tanto me recordaba a Óscar Wilde. Atrás de mí, la decoración exagerada y melosa del recinto, con sus garigoleados mosaicos y las consabidas figuras –kitsch– del folklore catalán. Llegué temprano al teatro y a mi lado, en una de las 12 sillas detrás del escenario, había un abrigo de color oscuro que de inmediato me trajo a la memoria ese cuento de Pirandello donde se narra la historia de un hombre viejo y alguna vez famoso que da una conferencia magistral en un enorme auditorio casi totalmente vacío; en la parte de atrás sólo un asiento está ocupado y, cuando emocionado, el orador se prepara a terminar su discurso, dirigido expresamente a ese único auditor, entra alguien y recoge de la silla su abrigo.
Tuve mejor suerte: a punto de empezar el concierto de Pollini apareció el dueño de la prenda, era un hombre de edad mediana, guapo y elegante que me empezó a hacer conversación, que para mi desgracia nunca terminó en romance. Ver a Pollini tan de cerca me recordó un concierto en el Royal Festival Hall de Londres, en que Arturo Michelangelo Benedetti tocaba el concierto número 1 de Chopin, mientras el director de orquesta, de quien no puedo recordar el nombre, lo miraba muy nervioso como si fuese un estudiante y el célebre pianista se comportaba como si fuera un duque inglés. En Berlín escuché un concierto dirigido por Nikolaus Harnoncourt y, debido a la estructura de la sala, quedaba yo frente a él y, como en el caso de Pollini, me fue dado observar desde muy cerca sus gestos y las distintas expresiones de su rostro a medida que transcurría el concierto.
Recuerdo también que en 1998 perdí en Viena la oportunidad de escuchar La judía, de Meyerbeer, que no había vuelto a representarse en esa ciudad desde la época del nazismo. Y en este momento, en el preciso instante en que escribo este texto, escucho a Sviatoslav Richter tocar el estudio revolucionario de Chopin que he puesto en el tocadiscos para ayudarme a soportar mis 80 años de vida que hoy, 28 de enero, cumplo, cuando, estremecida, advierto en el espejo que nuevas arrugas insidiosas han aparecido en mi rostro.