Opinión
Ver día anteriorLunes 25 de enero de 2010Ver día siguienteEdiciones anteriores
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El honor de servir
L

os lectores de La Jornada habrán notado que quienes conocimos al Ronco Robles y tenemos acceso a este espacio no dejamos de hablar de él. Hay muchos asuntos que reclaman comentario, como los daños que los salvadores de Haití le asestan y pueden resultar peores que los del terremoto. Están también nuestras propias obsesiones, nuestros campos de interés, lo que elaboramos periódicamente en estas páginas. Pero no podemos dejar de ofrecer un testimonio.

Mal empezó el año. El Ronco decidió partir. Debemos entender por qué. Estaba muy cansado ya. La carga que llevaba a cuestas le resultaba cada vez más pesada. Y sentía que se había cumplido su ciclo. (Lo entendemos, Ronco. No te lo reclamo. Pero en tiempos como los que se vienen serás más necesario que nunca.)

Como ha mencionado ya Magdalena Gómez, el evangelizador resultó evangelizado. Alguna vez me contó: Yo iba a hacer mi tarea cerca de los rarámuris. Me preparé bien para cumplirla. Apenas llegué me di cuenta de que no hacía falta lo que yo traía, pero como soy más terco que una mula tardé mucho en comprender, en convertirme. Si hoy me preguntan qué es Dios o quién es Dios, respondo sin vacilación: es la manera en que se relacionan entre sí los rarámuris.

Como cuidaba también la fe que lo llevó hasta allá quedó configurado un oxímoron peculiar. En esta figura del lenguaje la combinación de palabras o conceptos opuestos les da un nuevo sentido. El silencio atronador de los zapatistas, que se produce cada vez que deciden emplear esa estrategia, es un ejemplo muy claro. Lo del Ronco es más complejo. No era fácil apreciar y aún menos entender el sitio existencial al que lo había llevado la combinación de sus creencias, mucho más allá de cualquier sincretismo superficial.

Nunca regresó a la tarea inicial. ¡Sácate a esconder!, me decía, con una carcajada, cada vez que lo embromaba para que se ocupara profesionalmente de mi condición de descreído, cuando un amigo querido nos hizo compadres.

Muchos rasgos del Ronco entran en la categoría de oxímoron. Asombraba la oscura luminosidad de su inteligencia, lo mismo que su gozosa serenidad o su espectacular sencillez. No daba crédito a lo que ocurría. No sentía que su experiencia tuviese nada extraordinario. Se sorprendía sinceramente cuando intentábamos mostrarle su carácter excepcional.

El Ronco encontró su lugar en el enlace, la articulación. Su capacidad de ganarse la confianza de partes muy diferentes y en muchos casos enfrentadas le permitía convertirse en puente entre ellas, transitable en ambas direcciones. Y el puente operaba como gozne efectivo, como mecanismo de articulación, por su genio intercultural y por su notable modestia: evitaba cuidadosamente todo protagonismo y toda función intermediaria al prestar su servicio, que vivía como un honor, un privilegio, una gracia.

Esta capacidad cumplió funciones de enorme importancia en la parte final de las negociaciones de San Andrés. Gozaba de la plena confianza de los comandantes y de los asesores. Cuando una docena de éstos se ocuparon de la tensa y difícil negociación final con los representantes gubernamentales en cuatro mesas separadas, El Ronco, que los coordinaba, fue vehículo entre ellos y con los comandantes, a quienes mantenía continuamente informados de lo que ocurría y cuyas decisiones transmitía fielmente a los asesores.

Un papel semejante, aunque de índole muy distinta, cumplió en la creación y los primeros pasos del Congreso Nacional Indígena. El enlace en este caso era muy distinto: se trataba de articular y poner en consonancia a representantes y voceros de muy distintos pueblos indios.

Y es ésa la tarea que hoy importa cumplir. La articulación de los descontentos, los insumisos, los rebeldes, no ha de darse en términos ideológicos o partidarios o a través de un líder carismático. La argamasa que unifique a los diferentes, sin pretender homogeneizarlos o controlarlos, ha de ser la confianza que permita superar la des-confianza que aún prevalece entre ellos, su des-concierto, sus innumerables di-vergencias…

Necesitamos extender la escuela del Ronco. En vez de cuadros profesionales o promotores, necesitamos personas caracterizadas por la sencillez, la discreción, la humildad, la paciencia del que sabe escuchar y aprende cuando camina, la sabiduría de quien sirve sin servirse… Como él decía, se trata de acompañar, no de dirigir y ni siquiera de asesorar, al tanto siempre del rumbo que uno trae, para saber si de verdad el camino lleva a recuperar ese mundo que asesinamos todos.

Estando las cosas como están, y siendo el Ronco como era, como es, no creo que descanse en paz.