Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

La niña de Puerto Príncipe

C

aminar de prisa no le servirá de nada. Guillermo sabe que por dondequiera que vaya encontrará puestos de periódicos cubiertos con la imagen de la niña rescatada de entre los escombros. El fotógrafo captó hasta el último detalle: la cabeza apoyada en el hombro desnudo, el cabello revuelto, los ojos entrecerrados, la boca con un dejo de abandono, una cicatriz sobre la ceja izquierda. Lo más aterrador de la imagen es el hilo de lágrimas que escurre por la mejilla sucia de tierra.

Esa mañana temprano, al recoger el periódico, vio por primera vez la fotografía tomada en Puerto Príncipe. Enseguida lo asaltó el recuerdo de su niña. Murmuró su nombre, Beatriz, y los diminutivos cariñosos con que solía llamarla: Bea, Beba, Tichita. Ese le provocaba a su hija tanta risa como la canción del ratoncito chimuelo o el balanceo en el columpio del parque.

Cada vez que pasa por allí Guillermo ve que otros niños ocupan los columpios y ríen mientras alguien los mece y les advierte que se agarren bien de las cadenas para que no se caigan: como si fuera el mayor de los peligros que los aguardan. Hay otros. Llegan inesperadamente. Se desploman con los techos y las paredes, estrellan los cristales, arrancan las puertas, abren grietas que lo devoran todo.

¿Crees que te dará tiempo para sacar el duplicado de la llave? Guillermo no esperaba que su mujer estuviera despierta a esas horas. Sobresaltado, entró en el baño para esconder el periódico y retrasar, aunque sólo fuera por unos minutos, la reacción de Magda. En cuanto ella viera la foto de la niña haitiana pensaría, como él, en su Beatriz ya para siempre atrapada entre dos fechas: l981-l985.

Una vez más hizo el cálculo de la edad que tendría su hija si se hubiera salvado del terremoto. Beatriz jamás cumplirá 29 años; en cambio, la niña haitiana salvada de milagro tal vez los supere. Vivirá lo suficiente para contarles su historia a sus hijos y a sus nietos.

¿Me escuchaste? ¿Podrás sacar el duplicado? Magda se alejó hacia la cocina, pero siguió hablando: no quiero quedarme otra vez en la calle, esperando a que vuelvas del trabajo para poder entrar en la casa. Su aventura la divierte. De seguro la contará el próximo domingo ante la familia: “por error, Memo se llevó mis llaves. Salí del trabajo pensando que las traía en mi bolsa. Cuando llegué a la casa me di cuenta de que no estaban y ya se imaginarán… Pero no vuelve a sucederme: voy a dejarle un duplicado a la portera. Es de confianza.”

II

Guillermo sintió que no tenía derecho a enturbiar la tranquilidad de su mujer y ocultó el periódico entre las toallas. Ahora, mientras camina rumbo al banco, reconoce que fue un acto infantil. Lo lastima menos que el que cometió hace 25 años. Una mañana en que no pudo soportar la pérdida de Beatriz fue al parque y se puso a mecer el columpio mientras se hacía las ilusiones de que su niña estaba allí, sonriendo y exigiéndole como siempre: más fuerte, más fuerte.

No le importó que las personas al pasar se le quedaran mirando con desconfianza. Lo juzgaron loco. En aquellos momentos lo estaba. Piensa de nuevo en la niña haitiana. ¿Quién habrá enloquecido durante las horas que permaneció sepultada entre escombros? Tal vez su familia haya muerto. ¿Cuándo y cómo se lo dirán?

A quien le corresponda el papel de emisario trágico sufrirá tanto como el vecino que se les acercó a Magda y a él la noche del 2l de septiembre para decirles entre lágrimas: Encontraron a su niña. La pobrecita está muerta. Créanme que lo siento. Magda lanzó un grito como un aullido, cerró los puños, golpeó el vacío, maldijo a Dios, se aferró a Guillermo y le pidió que la matara: no podía vivir sin su niña.

Guillermo no recuerda su propia reacción de aquel día. La espantosa noticia lo dejó insensible, sepultado entre los escombros del futuro: Cuando Beatriz esté más grandecita la llevamos al mar. Para el día en que Tichita vaya al kínder voy a comprarme una buena cámara. Con lo de mi aguinaldo pienso inscribir a Beba en la academia de natación. Si llegamos a tener un coche, que sea de dos puertas: es más seguro para la niña. Será pianista: tiene las manitas muy grandes para su edad. ¿Te imaginas asistir a su primer concierto? Está linda. De seguro que se casará pronto. Si elije a un extranjero le diré: muy bien, te concedo su mano, pero júrame que se quedan a vivir en México. No me importa si nuestro primer nieto es hombre o mujer, con tal de que nazca sano.

Ante el cuerpo rígido y desarticulado de Beatriz, las palabras que describían el futuro se volvieron inútiles. Sin embargo, ese porvenir reaparece a cada momento, ante las cosas más anodinas o más conmovedoras, como la foto de la niña haitiana. Vivirá por todo lo que Beatriz no llegó a sentir ni a conocer.

III

Guillermo se arrepiente de haberle ocultado a Magda la fotografía en el periódico. De camino a su trabajo es muy posible que la haya visto, y si no, la verá en cualquier momento en la televisión y volverá a preguntarse por qué tuvieron que perder a su única hija, por qué no sobrevivió, por qué tuvo que morirse de una manera tan terrible.

Sea como fuere, él no estará junto a ella para consolarla y repetirle lo que le ha dicho tantas veces: que trate de olvidar cómo estaba su hijita en el momento en que los rescatistas se la entregaron, mejor que la recuerde alegre y tan linda como era cuando cumplió uno, dos, tres, cuatro años. Fin de la historia. Después de esa mínima cifra no hay otra. Allí se termina el tiempo de Beatriz. Unidos, Magda y él pueden administrarlo por días, horas, minutos y hacer que los recuerdos de su Tichita los acompañen hasta el fin de sus vidas.

Guillermo imagina la reacción de su mujer si él le dijera todas esas cosas. Magda se quedaría mirándolo amorosa, compasiva, solidaria. Baja de la acera y un ofensivo claxon musical lo sobresalta. A pesar de los insultos que profiere contra él el conductor que se aleja, Guillermo sonríe: sin darse cuenta llegó al banco. Atraviesa la calle. En la esquina ve un puesto de periódicos. Se acerca y mira la portada con la foto de la niñita haitiana.

Un milagro, le dice el expendedor. Toma un altero de publicaciones y va colocándolas en la rejilla clavada en la pared: En la mañana, cuando mi señora vio esa foto, se mortificó mucho pensando en que a lo mejor la niña quedó huérfana, entre tanta desgracia y tanta miseria. Le preocupa pensar qué será de ella.

Y con razón, contesta Guillermo por simple cortesía. El hombre se acerca y le habla como si fuera a revelarle un gran secreto: sí y no. Soy creyente. Si Dios respetó su vida ha de ser por algo. A lo mejor a esa niñita la adopta una pareja que pueda mandarla a la universidad. Quién quita y con el tiempo esa niña llegue a convertirse en una gran científica, en alguien que mejore las condiciones de su pueblo.

Excitado por su versión del futuro, el hombre sigue hablando: O póngase que la niñita ésta no vaya a ser científica, sino pianista. Lo pienso porque a mí me hubiera gustado tocar el piano. Jamás tuve oportunidad de estudiarlo. Al principio me amargué mucho, pero luego pensé: la vida es una y en cualquier momentito podemos perderla. Mientras la tengamos hay que mirar lo poquito de bueno que nos queda. ¿No le parece?

Llega un cliente. Guillermo se aparta y vuelve a quedar frente a la fotografía de la niña de Puerto Príncipe. Piensa en las perspectivas maravillosas que acaba de inventar para ella el expendedor. Tal vez él tenga razón y sus buenos augurios lleguen a convertirse en realidades.

Sin despedirse, Guillermo se aleja. Camina despacio, envuelto en la tranquilidad que le provoca imaginar que alguien de muy lejos sobrevivió para cumplir el futuro que él y Magda le fraguaron a su única hija. Pronuncia su nombre y sus diminutivos cariñosos: Beatriz, Beba, Tichita. Tichita, repite, y escucha el eco de una risa infantil.