Ricardo Robles –El Ronco para los amigos–, fallecido el pasado 4 de enero, a finales del siglo XX le sucedió con los indígenas lo que a Bartolomé de las Casas hace quinientos años: se dio cuenta de que el trato que recibían negaba toda condición humana, lo que a su vez contradecía la doctrina religiosa en la que creía, y se puso a defenderlos. No por compasión o piedad, sino como una manera de ser congruente con su propia fe, pero sobre todo con él mismo. Toda su vida fue ejemplo de eso, pero hay casos muy específicos que lo muestran. Tal vez el más relevante para él mismo haya sido vivir entre los tarahumaras –rarámuris– como uno más. Porque eso era. Se emocionaba cuando contaba la ceremonia en que lo adoptaron y trataba de corresponder a ese honor en cada uno de sus actos.
Tuve la fortuna de convivir con él en los diálogos de San Andrés, como parte del grupo de asesores de la delegación zapatista, en la mesa sobre derecho y justicia, de la cual él era coordinador. Yo no quería ir. Pensaba que no tenía mucho que hacer en ese lugar y para lo que se debiera hacer había compañeros que podían resolverlo mejor, además muchos integrantes de la delegación no estaban de acuerdo con que yo asistiera porque trabajaba en una institución gubernamental. Lo primero se lo dije, lo segundo él lo vivió. Tú te vienes
, me dijo jalándome del brazo y mientras caminábamos se puso serio para decirme que no hiciera caso de lo que la gente decía, que lo importante era ir a la mesa a defender los derechos indígenas; como no me convencía me llevó con la delegación zapatista para que a ellos les expusiera mi negativa. Me convencieron y fui. En todo el proceso él hablaba poco porque quería que fuéramos los indígenas que estábamos ahí los que expresáramos las demandas.
Como coordinador de asesores recibía las propuestas de los compañeros que estaban afuera del recinto donde se discutía con la delegación gubernamental, las ordenaba, las circulaba entre los otros del grupo para que opináramos sobre ellas y finalmente buscábamos la mejor manera de estructurarlas para presentarlas en la mesa. La delegación gubernamental no presentaba propuestas, se dedicaba a oponerse a las nuestras y a provocarnos para reventarnos. No olvido aquella ocasión en que después de cuatro días de discusión no había un solo acuerdo, una abogada del gobierno comenzó a descalificar mis argumentos y, desesperado, estuve a punto de cometer un exabrupto. No lo hice porque El Ronco estaba atento, me detuvo la mano y pidió un receso. Pensé que me iba a regañar, pero me dio la razón, me sacó del recinto para que me calmara y después dijo que eso no podía seguir así. Fue a consultar con la comandancia zapatista qué hacer y regresó feliz: Ya no hay problema. No importa que no haya acuerdos, importa que quede claro lo que queremos
, expuso al grupo, con lo cual respiramos un poco.
Cuando los diálogos terminaron nos seguimos viendo, sobre todo en el espacio de lo que fue el Congreso Nacional Indígena (CNI). Su alegría y esperanza en un futuro contagiaba. No era hombre que enfrentara a los adversarios, exponía sus argumentos sin agredir ni ofender a nadie y, cuando se enojaba porque algunos se empecinaban en poner sus intereses particulares o de grupo sobre los de los pueblos indígenas, se cuidaba de no mostrarlo. Mucho de lo que fue el CNI se lo debe a él y a otros como él, entre otras cosas sobresale la propuesta de no convertirse en una organización vertical, con una cúpula dirigente, sino en un espacio horizontal donde todos los que quisieran participar podían hacerlo, con la única limitante de respetar los principios que se habían establecido para su funcionamiento. Fue fiel a eso, hasta en los momentos en que la organización iba decayendo, porque conocía a los pueblos indígenas mucho mejor que algunos indígenas que ya no actuaban como integrantes de algún pueblo indígena, aunque hablaran en su nombre.
Si en Chihuahua no existe una ley que simule reconocer derechos como muchas de las que se aprobaron en varios estados de la República en mucho se debe a los talleres que por diversas partes de la sierra se realizaron, explicando sus consecuencias, de cuyos resultados después se daba cuenta en la revista Kwira, que él dirigía. Su voz, su pensamiento y su acción pesaban más allá de lo que él mismo se proponía. Pero como era profundamente antisolemne se marchó de este mundo sin despedirse. En Chihuahua muchos se lamentan de que haya sido de esa manera. Yo creo que eso puede explicarse porque así era él, pero además a veces pienso que se despidió sin que nos diéramos cuenta. Y no sólo eso, nos dejó su ejemplo como herencia y como compromiso. Alguna vez he dicho que el zapatismo no solamente me cambio la forma de ver la vida, sino la vida misma. Ahora puedo agregar que el puente para eso fue Ricardo Robles.