as lecciones dejadas por el año de la recesión global –el único desde la Segunda Guerra Mundial en que se ha contraído el producto mundial– son numerosas y nada asegura que serán aprendidas para actuar en consecuencia. Al iniciarse el siguiente, parece más bien que algunas de las más importantes serán deliberadamente ignoradas, por lo que el riesgo de tropezar con la misma piedra se torna un peligro inminente. Al igual que la crisis, que se manifestó primero en el sector financiero para extenderse y amplificarse en el productivo, las lecciones que de ella se desprenden aluden a ambos y en particular apuntan tanto a la indispensable reorganización de fondo del sistema financiero mundial como a la necesidad de persistir en políticas deliberadas de aliento a una recuperación productiva diferente. Las voces de los beneficiarios del statu quo que se derrumbó claman ahora por un rápido retorno a la situación ex ante, como si, tras evitar la catástrofe, nada hubiera ocurrido y nada se hubiera aprendido. Por ello es importante subrayar, para tenerlas en mente y actuar en consecuencia, las lecciones del año.
En el sector financiero, la manifestación más evidente de la fortaleza de los intereses favorables al inmovilismo se encuentra tanto en la marcada resistencia de sus dirigentes a corregir las conductas lesivas y a menudo ilegales que provocaron la crisis, como en la contumacia de las agencias calificadoras a seguir dictando el rumbo de los mercados. La intención proclamada de establecer, sobre todo, en los mercados financieros de los países avanzados donde apareció la crisis, una regulación efectiva de mercados, instrumentos e instituciones se ha estrellado contra la firme resistencia de los propios bancos rescatados con dinero público, empeñados en mantener sus privilegios en nombre del libre mercado. En Estados Unidos, el alcance de la reforma de la regulación financiera ha ido estrechándose más y más y los bancos han precipitado el rembolso de las ayudas recibidas, para liberarse así de las escasas limitaciones que se les impusieron, como la relativa al monto de los bonos para sus directivos. A las operaciones de rescate financiero, los países del G-20 dedicaron, en promedio, 17.6 por ciento del PIB, destinándoles tres veces más recursos públicos que los programas de reactivación de la economía. Hasta ahora, sin embargo, no se ha logrado que los créditos a empresas y consumidores fluyan de manera suficiente y oportuna.
Las agencias calificadoras de crédito –cuya responsabilidad directa en el desencadenamiento y profundización de la crisis financiera es reconocida– han retornado al juego de reducir las notas asignadas a algunos países que han incurrido en déficit para financiar las políticas anticíclicas. Con una severidad que nunca exhibieron al calificar los riesgos de la piramidación crediticia y las emisiones de títulos chatarra, castigan ahora precisamente el tipo de políticas que evitó que la contracción de 2009 se tornara en otra Gran Depresión. La colusión entre instituciones financieras y agencias calificadoras se ha tornado evidente y poco se ha hecho para evitarla en el futuro.
Es imposible dudar que la mayor lección del año, en el sector productivo, fue que la oportunidad y alcance de las acciones de reactivación diseñadas, instrumentadas y financiadas por los gobiernos con recursos presupuestales y con gasto deficitario, fueron el elemento que revirtió la tendencia contraccionista de la economía, evidente sobre todo en el último trimestre de 2008 y en la primera mitad del año siguiente. Sin esas dosis masivas de intervención del Estado –que estimuló la demanda y rescató directamente a empresas emblemáticas y de importancia sistémica– la contracción se habría convertido en una recesión profunda, generalizada y acumulativa.
Al inicio de 2010 se han fortalecido las presiones para conseguir un rápido desmantelamiento de las medidas de reactivación. En un ambiente en el que el riesgo deflacionario dista de haber desaparecido, vuelven a agitarse los fantasmas de los déficit insostenibles y de la inflación desbocada. Aunque se reconoce la extrema fragilidad de la recuperación conseguida y el elevado riesgo de que se revierta, se insiste cada vez más en que deben ponerse en marcha las estrategias de salida
de las políticas anticíclicas.
Por fortuna, no parece ser tal el caso en la economía estadunidense. Antes del receso de fin de año el gobierno de Obama anunció lo que fue calificado como un segundo paquete
de acciones de reactivación, mucho más específicamente orientado hacia la creación o preservación de puestos de trabajo. Alrededor de 200 mil millones de dólares se destinarán a otorgar asistencia directa a empresas pequeñas para que mantengan o amplíen su planta laboral; nuevos proyectos de infraestructura por 50 mil millones, y créditos fiscales para inversiones en eficiencia energética en viviendas. Parte de los recursos provendrán de fondos no utilizados en las operaciones de rescate financiero o de los rembolsos recibidos de algunas de ellas.
Otro país industrial que ha decidido oprimir el acelerador en materia anticíclica es Japón. El gobierno del Partido Democrático, que en plena crisis sucedió al casi sempiterno Partido Liberal Demócrata, anunció a mediados de diciembre nuevas medidas de reactivación, por algo más de 80 mil millones de dólares, orientadas esencialmente a estimular el consumo, fomentando la adquisición de artículos con efecto ambiental favorable.
Tras las experiencias de 2009, los países del mundo podrían clasificarse en dos listas: la que reúna a los que sortearon la crisis con las políticas apropiadas y enfrentan al iniciarse 2010 una perspectiva en general positiva, y la de aquellos otros que carecieron del talento, imaginación y decisión política necesarios para hacerlo. Hay pocas dudas de que al frente de la primera estaría China y cerca del fondo de la segunda, México. Todos, sin embargo, deben desprender, para actuar en consecuencia, las lecciones del año.