Opinión
Ver día anteriorMartes 15 de diciembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La guerra es la paz
A

Barack Obama le otorgaron una suerte de Premio Nobel preventivo con la esperanza explícita de que se abstuviera de utilizar en forma demasiado injusta y brutal el enorme poderío bélico que su cargo le pone en las manos. Pero los buenos deseos del Comité Nobel no guardan mucha relación con las complejas correlaciones de fuerzas en Washington, en donde el presidente tiene ante sí una encrucijada amarga: si prosigue y profundiza la guerra contra Afganistán, heredada de la administración anterior, le irá muy mal en términos políticos; si la detiene, le irá peor. Éste es uno de los casos en los que las consideraciones éticas y humanitarias no son compatibles con los cálculos electorales y las encuestas de popularidad.

Obama recibió en Oslo una distinción envenenada y lo más triste del caso es que la emboscada no fue necesariamente producto de la mala fe, sino de la estupidez: seguramente los responsables de la decisión soñaban con impulsar, mediante la concesión del Nobel de la Paz al presidente de Estados Unidos, un desarme nuclear rápido y profundo y un desempeño más propositivo y comprometido de Washington en la solución de conflictos regionales. Con esa lógica, ya podrán otorgarle el de Literatura a un poeta veinteañero y prometedor, con cargo a la obra que se espera de él.

Así las cosas, el gobernante, que venía de echar carne a los halcones de la guerra de su país –concretamente, treinta mil cabezas de infantería para descuartizar a sabe Dios cuántos afganos, pertenecientes al talibán, o no–, se vio en la amarga necesidad de mentir abiertamente, por primera vez, en un discurso. Desde luego, Barack no ha perdido el carisma, la simpatía ni las dotes oratorias a las que debe, en parte, su éxito político. Pero el tono de autenticidad que lo ha singularizado sirvió, en esta ocasión, para decir cosas tan falsas como que Estados Unidos ha ayudado a garantizar la seguridad mundial durante más de seis décadas y que nunca ha agredido a una democracia, o que la agresión occidental contra Afganistán es el empleo de una fuerza necesaria, o sugerir que Al Qaeda es el equivalente contemporáneo de la Alemania nazi, o circunscribir la proliferación nuclear a Irán y Corea del Norte, omitiendo deliberadamente a Israel, India y Pakistán.

Obama no es tonto ni ignorante, desde luego, y sabe perfectamente que en los ocho años de intervención militar de su país en Afganistán no se ha fortalecido la seguridad de los estadunidenses y que, por supuesto, no se han fortalecido la democracia ni los derechos humanos en la remota y devastada nación; seguramente no ignora que esa guerra sangrienta, que él decidió hacer suya, no tiene mucho que ver con el fantasmagórico Osama bin Laden ni con las tropelías cavernarias de los talibán sino, sobre todo, con enclaves estratégicos regionales, rutas para oleoductos y renacidos cultivos de amapola; por sentado, conoce que los destacamentos militares de Washington y de sus aliados en el terreno ha causado atroces y masivas violaciones a los derechos humanos de los afganos y muertes de decenas de miles (¿o centenas de miles?) de personas no involucradas en el conflicto. Un dato para el registro de la regresión a la barbarie: en la región afgana de Kunduz, y en el marco de ese esfuerzo bélico tan elogiado por Obama, el pasado 4 de septiembre la aviación militar alemana perpetró, por primera vez desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, una masacre de civiles en territorio extranjero.

Cuatro mil 121 palabras hubo de emplear Barack Obama, en su conmovedora pirueta discursiva de Oslo, para propugnar lo que el horrendo Big Brother orwelliano podía decir en tres: war is peace. Qué tristeza y cuánta decepción.