Opinión
Ver día anteriorDomingo 25 de octubre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Julie & Julia
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Meryl Streep, en un fotograma de la cinta
U

na película sobre el placer de la gastronomía, pero sobre todo acerca de los efectos que la pasión culinaria puede tener sobre la vida sentimental y sexual de una pareja.

En su octavo largometraje, Julie & Julia, la realizadora neoyorkina Nora Ephron (Sintonía de amor/Sleepless in Seattle, 1993; guionista de Cuando Harry conoció a Sally, de Bob Rainer, 1989), adapta el libro homónimo de Julie Powell, en el que la joven relata su admiración por Julia Child, la mujer que introdujo a Estados Unidos, a través de programas televisión, una forma nueva de apreciar la cocina francesa y combatir el gusto local por la comida chatarra.

La cinta presenta así dos historias verdaderas en un laborioso vaivén narrativo entre dos épocas: el París de los años 50 y el Nueva York de 2002. Este procedimiento ofrece dos películas en una, y como jamás llegan a conocerse las protagonistas de la historia, el espectador transita de una experiencia a la otra, fascinado por el vigor con que Meryl Streep interpreta a la estadunidense que decide instalarse en París en 1948 y aprender todo sobre la cocina local, y un tanto abrumado por el modo en que Amy Adams se esfuerza en dar vida al ama de casa aburrida que decide crear su propio blog ensayando en 365 días las 524 recetas contenidas en el libro Mastering the art of french cooking, escrito por su personaje favorito.

Julie Powell (Amy Adams/ Encantada; La duda) atiende en una oficina las múltiples quejas de los damnificados del 11 de septiembre en Nueva York. Su hartazgo laboral aunado a la rutina doméstica a lado de su joven marido Eric (Chris Messina/ Vicky Cristina Barcelona) la orillan a evadirse laboriosamente de la realidad a través de la gastronomía. A esta historia trivial, relatada por la propia ama de casa en su libro Julie & Julia, se opone en magnífico contraste la experiencia hedonista que la propia Julia Child (una Meryl Streep explosiva) relata en otra fuente de la película, su libro My life in Paris.

La directora Nora Ephron disfruta abandonar por un tiempo los terrenos de la comedia doméstica para recrear, de modo convincente, el París de hace 50 años adonde llegan Julia Child y su marido, el diplomático Paul (Stanley Tucci) para abandonarse, con una complicidad envidiable, a los placeres combinados de la buena mesa y el buen sexo. Meryl Streep domina evidentemente la película. Su estatura física ha aumentado misteriosamente diez centímetros, su acento ha cobrado la elegante afectación británica de la presentadora original de gastronomía por televisión en Estados Unidos. Se le ve recorrer París y sus mercados al aire libre, congraciarse con los vendedores más intratables y arrancarles una sonrisa, aventajar a sus condiscípulos en una escuela de gastronomía, y someter a su feliz y resignado marido con cada uno de sus experimentos culinarios. Esta vida de pareja –el matrimonio como acumulación diaria de placeres novedosos– contrasta con la cotidianidad que vive Julie Powell, con su marido insatisfecho, capaz de engullir cualquier delicia gastronómica sin gusto discriminatorio, como un buen consumidor de hamburguesas.

Nora Ephron ofrece escenas estupendas, pero todas tienen que ver con Meryl Streep, y ninguna con la esforzada Amy Adams, cuyo relato semeja un añadido prescindible, parasitario de esa historia central, realmente divertida, que transcurre en París y que no tiene el metraje suficiente para desarrollarse plenamente. El ping pong narrativo entre dos épocas y dos culturas impide que la realizadora se concentre en lo que podría haber sido la mejor propuesta de la película: el elogio de la suculencia culinaria, ese gusto presente en las ceremonias de preparación y degustación de los platillos –tan memorable en El festín de Babette (Gabriel Axel, 1987), en la japonesa Tampopo (Juzo Itami, 1985), o en la cinta de animación Ratatouille (Brad Bird, 2007). En lugar de aprovechar al máximo el carisma y posibilidades de una Streep experimentada y maliciosa, la directora prefiere insistir en el ocioso contrapunto cultural que al cabo de una hora se vuelve previsible y rutinario. Destacan secuencias hilarantes: Julia Child tomando sus primeros cursos de cocina; Julia y su marido en una tina de baño, o Julia y su hermana (Lane Lynch), dos gozosas matronas disfrutando la comida y desde su prominente estatura lanzando una mirada generosa y satisfecha a todo lo que las rodea. Estas secuencias, y el intento, resuelto a medias, de aventurar en la comedia romántica estadunidense las variadas especies de un platillo refinado, son, con todo, las mejores recomendaciones de esta cinta dispareja.