on el manotazo contra el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), el gobierno de Felipe Calderón cruzó una frontera que parecía infranqueable: poner en la calle a 44 mil trabajadores de un solo golpe y desaparecer al sindicato que los representa mediante un mismo acto de poder. El Presidente prosigue, y en cierta forma supera, la penosa historia antisindical que ha impedido, mediante la intervención del Estado, la formación de un sólido movimiento obrero autónomo e independiente. Esta vez, el ataque ha sido dirigido contra un gremio particularmente combativo e irritante para el poder, capaz de cometer errores, sin duda, pero inmerecedor del trato ilegal al que se ha visto sometido.
La afectación de los derechos de los trabajadores electricistas se puede comparar, en cierto sentido, a la sufrida por otros grupos tras padecer represiones masivas y violentas, con el agravante de que en esta ocasión la liquidación del sindicato se quiere hacer pasar como un acto salvador, pacífico, ajustado a derecho, y no como una arbitrariedad del Ejecutivo que ignora el diálogo social, pero también la ética y los derechos humanos que el gobierno debería defender y tutelar.
Y es que, al parecer, para cuadrar las cifras, al Presidente y sus amigos les es suficiente con ofrecer una buena indemnización, como si en tiempos de crisis y desempleo se pudiera reparar el daño vital que se ha infligido a numerosos padres de familia. Si en la decisión presidencial operó un primitivo deseo de venganza contra el sindicato por sus conocidas posturas políticas, en seguida destaca el propósito de consumar, desde arriba, sin el concurso de instituciones como el Congreso, en ausencia de toda genuina deliberación pública, una vía hacia la reforma del sector eléctrico, cuya privatización definitiva es uno de los objetivos prioritarios del grupo gobernante. Con la pretensión de destruir al SME, el gobierno anuncia que está listo para la reforma laboral que ya se perfila sin contar con la interlocución de los sindicatos independientes.
El éxito momentáneo de su deleznable guerra mediática depende, en cierta forma, del rencor instalado hacia el sindicalismo derivado de la herencia priísta corporativista, aprovechado por la derecha para llevar agua a su molino. Tal actitud forma parte de una ideología que contrapone la caridad a la solidaridad, el esfuerzo del individuo frente al colectivo. El clasismo apenas se oculta tras el velo ideológico de la decencia
, concebida como seña de identidad de las buenas costumbres frente al peladaje (organizado) de los asalariados.
Erizado de temores excluyentes, ese pensamiento conservador condena por igual a los sindicatos charros que a los independientes (en especial a los líderes), pues se les asocia con una actividad de suyo impura, corrupta, contraria a la del buen emprendedor hecho por sí mismo
que puebla el imaginario neopanista y clasemediero, lo cual no obsta para que sea posible brindar con el sindicalismo más corrupto y vertical, con los sindicatos blancos o administradores de contratos de protección, siempre que sean sumisos a los intereses del capital y aguerridos defensores del orden establecido. Por eso callan cuando no aplauden los priístas, el panal y los empresarios. Tales campañas contra el plebeyismo, agudizadas por la simultaneidad de la demagogia contra la pobreza
y la alianza con los charros, indican que la intolerancia de las elites para actuar a muerte contra sus enemigos
sin contrapesos sociales ha comenzado el viaje sin retorno, a menos que la sociedad decida actuar para impedir la deriva autoritaria que hasta un ciego puede observar.
Aunque sólo fuera por eso, resulta inconsecuente pedir al Presidente que limpie la casa de malos sindicalistas, como si tuviera derechos superiores a los que garantizan la autonomía de sus organizaciones. Pero sí hay que exigirle que saque las manos para apoyar a los líderes de su conveniencia, que no asalte los centros de trabajo sin orden judicial, que no convierta la toma de nota
en un tamiz anticonstitucional de legitimidad y que responda por el daño moral causado por la reiteración pública de sus mentiras.
Se dirá que a la configuración del problema concurrieron otros factores. ¿Alguien podría negar el papel que la división sindical jugó en la gestación del golpe de mano? Pero ninguna crítica exime al Presidente de conductas irresponsables: pretender desbarrancar al sindicato hacia un conflicto interno cuando ya se había decidido (5 de octubre) la extinción
de la empresa; emplear la fuerza federal sin delito que perseguir, pues en un país desangrado por la violencia criminal y la inseguridad, tanta diligencia represiva torna nulo el diálogo para gestionar la crisis con métodos democráticos. Además, las cifras habilitadas con la finalidad de probar que el contrato colectivo es causa de la crisis, dejan en el limbo datos importantes, como el referido a los precios de transferencia de la energía, a los subsidios a los grandes consumidores industriales o la porción de las pérdidas
vinculadas con el régimen tarifario en vigor, es decir, la suma de actos de autoridad de los que no se puede responsabilizar a los trabajadores. En fin, el sabadazo ratificó que la privatización
es mucho más que una operación de compraventa de los títulos de una empresa pública, ya que ésta comienza cuando la administración nombrada por el gobierno debilita el funcionamiento productivo a fin de justificar la apertura
al capital privado.
Hoy es obvio que la supuesta modernización de la industria eléctrica camina en sentido contrario al que plantearon los electricistas encabezados por Rafael Galván: en lugar de integración y unidad sindical democrática, nos acercamos a un régimen cuyo corolario lógico sería la vuelta en escala superior al que prevalecía antes de la nacionalización de 1960, pero sin la resistencia sindical que favoreció el cambio hasta… que el gobierno decidió aplastar a la Tendencia Democrática. El tiempo dio la razón a Galván. Sólo una gran reforma, fundada en los principios constitucionales, puede evitar que la CFE sea cada vez más un elefante blanco al servicio de las compañías privadas que ahora exigen mayores tajadas de la generación, así como el paso libre hacia la transmisión, venta y distribución de la energía, aparte de las concesiones que les otorguen para explotar la fibra óptica y otras alternativas tecnológicas.
Aunque el castigo al SME se quiera hacer pasar como una acción de rescate de una empresa secuestrada por el sindicato, su liquidación busca anular una fuente de perturbación política e ideológica (a la izquierda) ante la lucha por el poder en curso. Y eso es lo más grave, pues la creencia en la certeza del éxito por parte del grupo presidencial (impermeable a cualquier sorpresa) renueva las tentaciones más autoritarias de viejo y nuevo cuño.