na de las derivaciones nefastas del neoliberalismo rampante que sentó sus reales en México, hace ya décadas, fue su incapacidad para diseñar, para concertar, un horizonte común de futuro. Los esfuerzos colectivos, mientras tanto, se han desperdigado en variadas y hasta contradictorias direcciones. A lo mucho emprendido durante años lo aquejaron siempre los jalones de grupos y personas tirando hacia sus íntimos cotos de intereses. Ninguna idea de justicia distributiva se fijó como mandato efectivo, como sustrato indispensable para tal edificación. Las propuestas habidas han salido de la urgencia ante problemas acuciosos para terminar impregnadas de mediocridad, la improvisación como sello distintivo. No se han labrado puntos de apoyo sólidos, atractivos para las mayorías, sino que sus ideas llevan la etiqueta indudable de la inequidad. El punto nodal de los fracasos o de tales ausencias ha sido la discordancia entre las cúpulas decisorias y los de abajo, siempre excluidos del cuadro de méritos y recompensas.
Y quizá en este aspecto de inequidad resida el aspecto más criticable de las efímeras y parciales propuestas neoliberales. El consabido asunto de la deshonesta, rampante apropiación, por unos cuantos, del producto generado por los muchos. El actual modelo de convivencia y de gobierno es, en realidad, una manera de pensar y hacer que da cabida a una feria de egoísmos desatados, de poca monta; el vacío de aventuras constructoras de grandezas. En lugar de ello, se tiene la cegatona ruta hacia los atajos que se deshacen repentinamente, la de los llamados transformadores que tardan más en ser lanzados que en desbaratarse entre quejas, desengaños, dolores y lamentos acumulados.
Los últimos gobiernos del PRI y del PAN han conseguido, con su modelo neoliberal en boga, nublar la indispensable visión de futuro que alimente un progreso sostenido. Ni siquiera se ha visualizado un incipiente modelo acogedor que se radique un tanto más allá del presente de trabajos inconexos, inequitativos y movilizaciones de energías sobrepuestas. En todo este tiempo decadente, donde el mercado sin reglas o límites ha regido, no se ha podido justificar ni la mera necesidad de esa mano invisible, menos aún las bondades de sus resultados o prevalencia. Los organismos de conocimiento y trabajo político, económico o social que existen en el país no han logrado adelantar, emprender, dibujar algo que actúe como argamasa de intenciones, como semilla de asequible posibilidad para alumbrar el desconcierto. Pero, sobre todo, ha sido la elite la que ha fallado.
El grupo cupular de atrincherados mandones, centrados en ensanchar sus inmediatos intereses, dista mucho de proponer un rumbo claro a esta desorientada sociedad, necesitada, dispuesta y emprendedora. Ni siquiera ha formulado un bosquejo de acuerdo básico que mire hacia los lados, hacia afuera, pero también, y esto es indispensable, hacia los impulsos y necesidades de los de abajo. Un diseño conceptual que sirva, a su vez, de cohesionante motor, de horizonte para la acción conjunta y de gran aliento. A la manera como el deseo de ser europeos que se gestó en una sociedad española, exiliada por siglos y decaída, les facilitó los acuerdos de la Moncloa.
Lo que sí ha habido en México, en especial en tiempos recientes, es una serie ininterrumpida de negociaciones menores, circunstanciales, para el corto plazo, alentadas por el toma y daca de las concesiones bajo presión y los arreglos tras bambalinas. La búsqueda del negocio escriturado para delicia de los de arriba. El llamado del señor Calderón a una etérea transformación nacional no fue más que un deprimido canto de burócrata en busca de aplausos. El reciente paquete de impuestos enviados por la Secretaría de Hacienda ejemplifica, a su vez, las intenciones supletorias de las reformas de fondo. Una miscelánea que empuja un tanto el buque de los fracasos, las frivolidades multiplicadas de altos funcionarios y no más que eso. Por eso el priísmo se atora, no quiere corresponsabilizarse del trasteo aprobador y el daño concomitante a la colectividad que se ve inevitable. Pero no atinan con la alternativa, una que los empuje un poco más allá del atorón presupuestal. Tienen como barrera infranqueable las debidas atenciones y cuidados a los intereses creados de sus patrocinadores y socios. No quieren cargar con el moribundo, pero lo esquilman por todos lados.
Pero la crisis actual es honda, terrible y cierta. Los 6 millones adicionales (en tres años) que reconoció el señor Calderón son de magra carne y mucho hueso. Son bastante más que un espantajo a blandir frente a peinados auditorios de mojigatos, escogidos para infundirles el santo temor a los de abajo. Es una crisis compuesta de otras varias y que se asientan sobre una capa de incoherencias de muy prolongada manufactura autóctona.
La crisis alimentaria ya citada por él no tiene desperdicio como realidad forjada de manera consistente. Se ha montado sobre el corajudo desmantelamiento del mundo campesino y se cobija con falsos apoyos de trasnacionales que actúan a la manera de efectivos bancos de inversión. Las protecciones construidas por años de prueba y error no fueron respetadas, tampoco mejoradas sino, simplemente, decapitadas con rencor. La tecnocracia colonizada y al servicio intereses de gran monta trasnacional arrasó con todo. No hay manera de componer esta situación expoliadora, sino con un sisma de alcances mayores. Uno que retraiga lo mejor de las enseñanzas internas y externas de países que han logrado consolidar su independencia y seguridad alimentarias.
En la crisis económica que, dice el señor Calderón, vino de fuera, se soslaya el desmantelamiento de la fábrica nacional y su indispensable banca pública de desarrollo. No se tienen ahora los pivotes sobre los cuales fincar aventuras empresariales de calado, masivas, de contenidos propios. El sector manufacturero se desintegra, cae rendido ante la competencia feroz de los chinos, perforado por el contrabando, ignorado por los hacendistas que sólo tienen ojos para los centros de poder externos y sus calificadoras. ¿Con qué se puede responder al urgente crecimiento? Dicen algunos que con la simple expectativa del empuje estadunidense. ¡Vaya una esperanza inerte!